martes, 4 de julio de 2023

Murallas y Civilización (y II): de Constantinopla a Ceuta y Melilla


 

Javier Bilbao

 

Tal como apuntábamos en el artículo anterior, desde los muros de casi veinte metros de la ciudad precolombina de Kuelap, pasando por Troya «La de altas puertas» hasta la milenaria China, allá donde hubo civilización se erigieron muros para protegerla o al revés, si se prefiere, donde hubo murallas se liberaron fuerzas productivas de una guerra perpetua que pudieron dedicarse al arte, las ciencias y al comercio. Consideradas sagradas, proporcionaron paz y seguridad a nuestros antepasados; por eso Ares, dios de la guerra, temido por los hombres y odiado incluso por su progenitor Zeus, era descrito en la Ilíada como «funesto a los mortales, manchado de homicidios, demoledor de murallas». Vaya, lo peor que se le podía llamar a alguien, debía ser un tipo realmente detestable.  

Sin embargo «muro» y «muralla» son hoy día términos cargados de connotaciones negativas, asociados al aislamiento, el atraso y la hostilidad al extranjero, quien proponga erigir uno será objeto de escarnio en los medios y su uso metafórico suele oponerse siempre al de «tender puentes» (aunque históricamente hayan sido estos los que propiciaron invasiones y guerras, desde el de Julio César sobre el Rin hasta el de Jerjes I en los Dardanelos) ¿Entonces cómo es eso posible? ¿Ha enloquecido el mundo? Para entenderlo mejor debemos empezar remontándonos a Constantinopla.

Fueron sus defensas precisamente lo que permitieron a esta ciudad sobrevivir a la caída del Imperio romano y convertirse en la capital del bizantino. En los mil años siguientes se transformó en el centro cultural de toda Europa, causando pasmo en los viajeros que la visitaban, y resistió como bastión de la cristiandad un total de 22 sitios de variados enemigos… hasta que Mehmed II al frente del Imperio otomanose sirvió de un nuevo invento, desconcertante y estruendoso, al que con permiso de Ares podríamos llamar también demoledor de murallas o, si no, simplemente cañón. Las armas de asedio existentes hasta entonces —desde torres de asalto a catapultas, pasando por la técnica de cavar túneles bajo los muros para derribarlos— habían mostrado unas posibilidades de éxito bastante discretas. Pero esta vez sería diferente. Un ingeniero húngaro llamado Orbán ofreció primero sus servicios a los bizantinos y, tras no ver satisfechas sus demandas, se pasó al enemigo. Las armas accionadas con pólvora ya eran conocidas por entonces, pero la que prometió fundir en bronce sería tan grande —más de 8 metros de largo y 9 toneladas de peso— que, aseguraba, derribaría hasta las mismísimas murallas de Babilonia. El sultán accedió y tras 3 meses de fabricación la nueva arma dio comienzo al asedio el 7 de abril de 1453. La violencia de sus cañonazos espantó a quienes fueron testigos del asedio, como el historiador Critóbulo, que la describió como «algo que es espantoso de ver, uno no aceptaría su existencia si solo hubiera oído hablar de ello», otros simplemente se referían a esa máquina como «monstruo» y advertían de que su ruido podía hacer abortar a las mujeres. Las piedras que lanzaba cada dos horas fueron erosionando los muros de la ciudad y tuvieron también un efecto desmoralizador en los asediados hasta que, el 29 de mayo, se produjo el asalto final y con él la caída de Constantinopla, dando comienzo a una nueva era. Orbán, por su parte, moriría durante aquella campaña cuando otro de sus cañones reventó a su lado. A partir de entonces las murallas dejarían de ser sagradas, apenas lograrían retener parte de su valor defensivo… al menos frente a un ejército moderno convencional, pues George Washington se planteó la posibilidad de una muralla equiparable a la china frente a los indígenas en Norteamérica, y no hay duda de que a estos les hubiera ido mucho mejor en lugar de la alternativa que finalmente se impuso.  

Poco tiempo después, curiosamente, el original chino comenzó a sufrir cierto descrédito en Europa (aún faltaba para que se convirtiera en icono turístico) en tanto que representaba la reticencia de aquel imperio oriental a subordinarse a las potencias emergentes. Lo describe así David Fyre en Walls: «el redescubrimiento occidental de China coincidió precisamente con el auge del capitalismo, que daría lugar al ascenso de una ideología de fronteras abiertas y libre comercio. La resistencia de China —aún un antiguo imperio sujeto a normas ancestrales— a abrir sus mercados molestó a los comerciantes occidentales, quienes hicieron de la Gran Muralla un símbolo del atraso y el aislacionismo. Pronto desdeñaron a toda la nación como bichos raros e introvertidos, extrañamente dependientes de los muros».

Así que, según vamos viendo, primero en el siglo XV y luego en el XIX, los avances técnicos y el desarrollo económico alteraron apreciablemente la percepción general sobre estas construcciones. Con el siglo XX la cosa iría a peor...

 

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