domingo, 23 de julio de 2023

En busca de la prevalencia de los idiotas (XI)




Martín-Miguel Rubio Esteban

 

La entraña de la política de la Democracia Clásica —su cresimon— estaba en los rhétores, simples particulares, idiôtai, que hablaban ante la Asamblea o Ekklêsía para desarrollar propuestas de acción política. Se ponían una corona de laurel con bayas en sus declamaciones, exactamente igual que los atenienses también se coronaban al hacer el amor con una pancarpia. Hacer el amor y hacer política son acciones cuyos protagonistas tienen la obligación de coronarse. Cuando el idiôtes descendía de la plataforma o bêma, y se quitaba la corona, ya no era un rhêtor, excepto que todavía pudiese ser considerado responsable del discurso que había pronunciado o de la propuesta que había hecho, que siempre iría unida a su nombre, como responsable máximo, pues los otros idiôtai que la votaban no eran legalmente responsables de sus consecuencias. A diferencia de los magistrados, el rhêtor no era sometido ni a una dokimasía inicial —examen moral—  ni a la euthynê —rendición de cuentas una vez terminado el mandato— como consecuencia de su discurso. Pero ciertamente no era irresponsable, como sostienen algunos historiadores. Por el contrario, los atenienses habían forjado armas mucho más peligrosas contra los rhétores que contra los magistrados elegidos. Como proponente de un decreto, un rhêtor podía ser procesado por una acción pública por haber presentado propuestas inconstitucionales (graphai paranomôn), escuchada por el tribunal del pueblo; y se daba una interpretación amplia del concepto de «inconstitucional» (paranomôn). La graphê paranomôn podía ser utilizada contra un rhêtor proponente no sólo por haber infringido el procedimiento de aprobación de un decreto o presentado una propuesta que estuviera en conflicto con una ley vigente, sino también si su propuesta fuera considerada contraria a los intereses del pueblo ateniense. Un rhêtor que había apoyado o se había opuesto a una propuesta promovida por otro rhêtor podía ser denunciado en la ekklêsía por una «eisangelía eis tòn dêmon» y castigado con la pena última de la ley (ser arrojado al báratro) si era declarado culpable de corrupción o traición. Un ciudadano culpable de un delito militar, o de maltratar a sus padres, o de dilapidar su patrimonio, o de prostitución masculina, era indigno de dirigirse al pueblo. Si se aventuraba a aparecer como rhêtor en la ekklêsía, podía ser llevado ante el tribunal popular por una «dokimasía tôn rhêtorôn» y castigado con la pérdida de todos los derechos (atimía). Y cualquier ciudadano (politês) podía robar o herir a un ciudadano que hubiera perdido todos sus derechos por atimía, por lo que solían marcharse de su pólis. Las leyes que regulan la graphê paranomôn, la «eisangelía eis tòn dêmon» y la «dokimasía tôn rhêtorôn» están citadas o parafraseadas en nuestras fuentes. En las tres leyes aparece el término «rhêtor» y la referencia es explícita a un «rhêtor» con nombre propio que se dirige a la «ekklêsía». Dirigir la palabra al pueblo era el mayor honor público, pero también la mayor responsabilidad, como hacer el amor. Con razón iban coronados.

Como término legal, rhétor denota tanto a un hablante como a un proponente, y la función dual de los rhétores se refleja en dos términos que a menudo se usan como sinónimos de rhétor, id est, «ho legôn«, el hombre que habla (en la ekklêsía) y «ho graphôn», el hombre que escribe (una propuesta). La primera tarea requería cierta elocuencia, la segunda un cierto nivel de alfabetización. Es poco probable que los ciudadanos analfabetos se ofrecieran como rhétores en la ekklêsía, por lo que debemos preguntarnos cómo estaría de extendida la alfabetización en la Atenas clásica. Todas las escuelas eran privadas y el Estado no organizó ninguna educación que permitiera a los ciudadanos servir en una junta de magistrados o actuar como rhétores en la ekklêsía. En educación los ciudadanos podían hacer lo que quisieran. No se consideró de interés público. Dos fuentes (Esquines 1.9 y Platón en Critón 50D) se han aducido en ocasiones como evidencia de una ley ateniense sobre escuelas y educación pública. Ambos pasajes son discutidos y rechazados por Harvey.

De hecho, en esto nos enfrentamos a una paradoja: Platón y Aristóteles, que preferían la aristocracia a la democracia, sostenían que la educación pública era la tarea más importante del Estado. Pero los ciudadanos atenienses, que favorecían la democracia, no hicieron nada para asegurar que los ciudadanos alcanzaran un nivel de alfabetización adecuado y que fuese un requisito previo para el gobierno popular. Sin embargo, las fuentes indican que la mayoría de los atenienses sabían leer y escribir. No debemos olvidar, sin embargo, que hay mucha distancia entre saber leer y saber escribir. La mayoría de los ciudadanos pueden haber tenido la habilidad suficiente para leer un decreto del pueblo inscrito en piedra y puesto en el Ágora. Pero redactar una propuesta por escrito era una tarea mucho más exigente, para la que probablemente sólo una minoría de los ciudadanos estaba lo suficientemente capacitada. Y pronunciar un discurso en la ekklêsía puede haber requerido un grado de alfabetización aún mayor. En una asamblea a la que asistían 6.000 ciudadanos era imposible tener una discusión abierta. El debate estaba destinado a tomar la forma de una serie de discursos de diversa duración. Las contribuciones a veces eran improvisadas, pero a menudo se prepararon y luego se pronunciaban sin notas o de acuerdo con un manuscrito. Sobre la oposición entre discursos preparados e improvisados, cfr. Demóstenes 1.1, Isócrates 13.9, o Alcidamas en Perì Sophistôn 11. Varias fuentes indican que la composición oral era predominante en la oratoria política, mientras que la pronunciación de un discurso basado en un manuscrito era más característica de la oratoria forense (numerosos fragmentos de Platón y Aristóteles nos lo dicen). El carácter oral de los discursos políticos indudablemente ha contribuido a que el orador no quiera publicarlos, mientras que la publicación de discursos forenses era extremadamente común. Dudamos, sin embargo, mucho que alguna vez se haya leído un discurso ante el pueblo en Grecia y Roma, como en nuestro Parlamento se hace sin vergüenza alguna. Si el orador tenía un manuscrito completo, es posible que haya tenido un apuntador para ayudarlo en la pronunciación de su discurso, exactamente igual que se hace en el teatro. La opinión común de que rhêtor, palabra por palabra, memorizaba todo su discurso es a priori poco probable y no tiene apoyo en las fuentes. Los sistemas mnemotécnicos recomendados por los profesores de retórica indican que el rhêtor dominaba la sustancia y el orden de sus argumentos y sólo excepcionalmente había aprendido de memoria la redacción misma de su intervención. Recordemos lo que nos dice nuestro Quintiliano en su Institutio Oratoria 11.2: «Memoriam quidam naturae modo esse munus existimaverunt, estque in ea non dubie plurimum, sed ipsa excolendo sicut alia omnia augetur: et totus, de quo diximus adhuc, inanis est labor, nisi ceterae partes hoc velut spiritu continentur…
» La memoria en el mundo grecolatino estaba infinitamente más desarrollada que ahora. Cualquier griego o romano de cultura media sabían de memoria la Ilíada, la Odisea, los Annales, de Ennio, o la Eneida, de Virgilio. Hoy hasta la Iglesia pone pizarras digitales en el presbiterio para que todos los fieles puedan leer las partes más básicas que les toque decir en la Santa Misa. Nuestra sociedad no tiene ya memoria ninguna. Y esta catástrofe se ha perpetrado intencionadamente. Si no recuerdas quién eres ya no hay idiôtai, sólo rebaño humano obediente.    

Y esto nos lleva aquí a hablar un poco de la educación y la democracia.

 

Leer en La Gaceta de la Iberosfera