domingo, 9 de julio de 2023

En busca de la prevalencia divina de los idiotas IX


Chris Wickham

 

Martín-Miguel Rubio Esteban

 

Aunque el término sea de origen griego, a través del latín «politicus», el Mundo Antiguo, las distintas democracias griegas y la República Romana, no conoció  jamás «el político» porque no existían los políticos, en el sentido que hoy conferimos a esta palabra, profesional de la política, que pertenece a un partido político y que toma decisiones políticas. Los malos historiadores que usan este término para referirse a los antiguos oradores de la Asamblea, la Boulê o el Senado, están infestados de la ideología presente, y, por tanto, miran el pasado con cristales sucios. En nuestro lenguaje late también la mundivisión del presente, que es la ideología. Y la política clásica es intraducible a nuestro lenguaje político, lleno de prejuicios y mitologías. Los mejores historiadores del Mundo Antiguo (Gibbon, Mommsen, Tovar, Ruipérez, Sinclair, Syme, Finley, Cynthia Farrar, Luce, Zielinski, Carcopino, Guizot, etc.) subrayan el extrañamiento y huyen de los paralelismos o falsos parecidos. Si un romano no nos parece más extraño que un marciano —fantasía del siglo XX— no estamos preparados para descubrir nada del Mundo Antiguo. En toda la literatura clásica sólo sale una vez, esto es, es un hápax, el termino politikós, y nos aparece, obviamente, en el género literario de la oratoria deliberativa, y no con el sentido de «político», sino con el de «hombre de Estado». Lo saca Esquines, el furibundo enemigo de Demóstenes, en un discurso que elogia a Eubulo, el mejor «comisario de fondos festivos» de la Historia de Atenas (esto es, el mejor Ministro de Hacienda), llamándolo «ho politikós» (2.184). Esquines fue uno de los grandes oradores de la oratoria ática, y si hoy presidiera el gobierno de Ucrania, no habría estallado la guerra entre Rusia y Ucrania. Pues Esquines siempre fue un componedor entre la Macedonia de Filipo, una estrella en ascenso, y la inmortal Atenas. Pero es que Ucrania tiene como presidente una parodia payasa de Demóstenes. Por Esquines sabemos también que a los ciudadanos que de jovencitos se prostituían —es decir, que habían hecho el amor por dinero— la ley les prohibía tomar la palabra en la Asamblea. Y la verdad es que tiene su lógica… Pero los políticos de hoy no han leído su discurso Contra Timarco.

Los ciudadanos que dominaban el debate en la Ekklêsía o Asamblea jamás fueron elegidos ni por los votos ni por la suerte, sino que eran simples idiôtai que querían decir algo a sus compatriotas; no tomaban decisiones, sino que presentaban propuestas para que fueran votadas por el pueblo; nunca hablaron por dinero, porque cobrar por hacer política era un delito penal, y no había partidos a los que pudiera afiliarse un ciudadano. De hecho, estaban prohibidos, tal como hemos ya señalado, en estas entregas. Un ciudadano que se dirigía al pueblo bien podía enorgullecerse de su actividad política como puro honor, sin otra recompensa que la de tratar de engrandecer y mejorar la vida de sus compatriotas. Por lo tanto, en una historia de la antigua Atenas, es mejor evitar el desacreditado término de «político», y en su lugar debemos preguntarnos: ¿Qué término(s) usaron los propios atenienses cuando se referían a sus propios líderes políticos?

El dialecto ático no incluye una palabra que cubra nuestro término «político», pero quizás la expresión rhétores kaì stratêgoí, «oradores y generales» se acerque un poco a una idea aún no degenerada. Las dos palabras a menudo forman un compuesto que se usa cuando los «líderes políticos» se incluyen bajo una sola designación. Y la frecuente yuxtaposición de rhétores y stratêgoí está atestiguada no sólo en los discursos políticos, sino también en el código legal ateniense, que incluía una regulación según la cual sólo los ciudadanos que tenían hijos legítimos y poseían tierras en Ática tenían derecho a ser rhétores o stratêgoí. No sabemos si la ley se cumplió, pero muestra que los oradores y los generales fueron concebidos como un grupo, no sólo de facto sino también de iure. Así, la frase rhétores kaì stratêgoí es el equivalente más cercano de lo que nosotros, con un término mucho más vago, muy desprestigiado y menos formal, llamamos «políticos». Aquel par de palabras conectadas indica también que el poder político en Atenas estaba en manos de dos tipos diferentes de líderes políticos. Clausewitz, cuya brillante obra revela un conocimiento profundo del Mundo Antiguo, estaría encantado de que los gestores de la política clásica se denominasen con este compuesto, en que los objetivos políticos y la herramienta para conseguirlos van juntos. De hecho, la propia expresión griega da a Clausewitz la razón de su teoría sobre la guerra.

Podía existir consenso de rhétores kaì stratêgoi en determinadas propuestas políticas y líneas de acción, pero como vamos viendo, era imposible de toda imposibilidad el consenso en el reparto del poder, en cuanto que éste sólo estaba en la Asamblea. La aberrante práctica política de lo que hoy se llama consenso (lat. consensus) entre los distintos partidos que se reparten el poder del Estado y que pretenden representar, como puro álibi de su existencia, las distintas ideologías y sensibilidades políticas que circulan por la sociedad es una despiadada y patente traición y felonía a la metodología de la Democracia. Con el término «consenso», que a algunos puede recordar el «consensus omnium bonorum» de Cicerón (Pro Sestio, 56), pero que no tiene nada que ver con aquello en que la singularidades obliteran los partidos, se pretende ennoblecer el chabacano compadreo de aquellos que elegidos por el Pueblo, tras ser señalados antes con el dedo por los jefes de los partidos, se reparten el patrimonio y las prebendas inherentes a él del Estado y las Administraciones, cediendo o «consintiendo» (consensus/consentio) la amputación generalizada de sus programas políticos —puro álibi— con tal de hincar el voraz diente en alguno de los pecios del gran queso que es el Estado y las administraciones naturales de la gran Nación española, como son los Ayuntamientos y Diputaciones. Manuel Fraga Iribarne escribió en 1952, entonces ya un jovencísimo catedrático de Derecho Político, un pequeño ensayo titulado Así se gobierna España, que presupone una dignidad de las instituciones del Estado que la corrupta partidocracia actual ha barrido por completo. Y lo que hemos visto estos días en los Ayuntamientos y Diputaciones ha llegado al puro despiporre, y desprecio repugnante a los votantes, quienes, sin embargo, llenos de una fe muchísimo más difícil e incomprensible que la que tenemos a Dios volverán a votar en julio. Así como la actividad política del consenso es la regla en las oligarquías, pues de la oligarquía ha salido el consenso, el consenso en una Democracia es una aberración y una violación del orden político y jurídico, puesto que de espaldas a los electores se pacta con los contrincantes políticos, convertidos en ese mismo momento en «socios» sobre la base de una cesión sustancial de la esencia política (los «desiderata») de los partidos votados. ¿Qué porcentaje de los partidos más votados en sus ciudades y pueblos no han obtenido la alcaldía? Ese porcentaje nos califica como parodia de Democracia. Así como el consenso fue un principio fundamental entre los jeques árabes del Medievo, o entre los señores feudales de los distintos reinos medievales europeos, sobre todo de Francia e Inglaterra —véase los grandes trabajos de Chris Wickham—, en Democracia supone una traición y una felonía al Pueblo, igual que un crimen de lesa majestad, y elimina y pervierte el fin mismo de la Democracia
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Leer en La Gaceta de la Iberosfera