lunes, 3 de julio de 2023

El mito de la igualdad


 

Dalmacio Negro

 

La expresión justicia social de Taparelli no enfatizaba las desigualdades. Aludía simplemente a las injusticias que suelen existir en las comunidades humanas, acentuadas en las circunstancias italianas y europeas del momento. Decía don Quijote a Sancho, que «nadie es más que otro, si no hace más que otro». Pero como al igualitarismo ideológico no le gusta que alguien haga más que otro, inventó la política «social», para igualar a todos materialmente. A la que se ha reducido prácticamente la política «interior» y, en parte, la «exterior».

1.- Los igualitaristas liberadores de la humanidad confunden la igualdad, en el sentido de que todos los hombres son iguales como miembros de la misma especie, con la igualación material utilizando el poder.  Igualdad cuya realización requiere un déspota o un tirano elegido legalmente o no: tiranía y despotismo igualan a los oprimidos, las políticas igualitarias igualan empobreciendo al pueblo —la igualdad mítica se refiere principalmente a la igualación económica—, sobre todo a los más débiles, al impedir, limitar o condicionar las actividades de los más capaces. Pues la mentalidad igualitaria es antiaristocrática —aristocracia significa el mando de los mejores— por definición. Tocqueville percibió en el antiaristocratismo, la negación de la autoridad y la jerarquía, el problema más grave de la democracia. Forma de gobierno que favorece la pasión de la igualdad induciendo a los ciudadanos a votar a quienes prometen acciones y medidas niveladoras, aunque sean los peores. Es decir, la democracia favorece la selección a la inversa. No hace falta poner ejemplos concretos. La norma es hoy la falsificación o perversión de la democracia.

2.- ¿Cómo se afirmó la mentalidad igualitaria que relega la natural libertad humana controlándola de modo que aumenten paradójicamente las desigualdades? Un buen ejemplo es el del merecidamente famoso Jacques Maritain (1882-1973): crítico neotomista de la soberanía estatal, cayó empero en la confusión de prescribir la justicia social para conseguir la libertad. Escribió en El hombre y el Estado: «en el transcurso de veinte siglos de historia, predicando el evangelio a las naciones y levantándose ante las potencias de la carne para defender contra ellas las franquicias del espíritu, la Iglesia ha enseñado a los hombres la libertad». Pero, simultáneamente, hizo implícitamente suyo el aforismo igualitarista del movimiento socialista francés —Étienne Cabet, Louis Blanc— divulgado por Marx en su Crítica del programa de Gotha (1875), «de cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad», que implica la redistribución de la riqueza por la burocracia estatal, al decir en el mismo libro: «la justicia social es la necesidad crucial de las sociedades modernas. En consecuencia, el deber primordial del Estado moderno es la realización de la justicia social».

La influencia de Maritain en la democracia cristiana, fundada en Italia por el sacerdote Luigi Sturzo (1879-1959) para contrarrestar al fascismo, al socialismo y  al comunismo, fue determinante en la aceptación por los partidos no socialistas del mito de la justicia social, que coarta, condiciona o suprime, según los casos, las libertades y dificulta la creación de riqueza. La democracia cristiana terminó fungiendo como la «derecha» del consenso socialdemócrata progresista, que utiliza el Estado como «un arma de la lucha de clases» (C.  Schmitt) y «honra» al citoyen ascendiéndolo a la condición de  contribuyente y, si la fiscalidad es extrema, degradándolo a la de siervo de la gleba.

 

(...)

 

5.- El joven Lenin era un fiel ortodoxo poco interesado en la política.[5] Pero dolido, como es natural, por el fusilamiento de su hermano mayor, participante en un complot para asesinar al zar Alejandro III en 1887, y deslumbrado, como otros compatriotas, por la novela ¿Qué hacer? (1862) de Nikolai  Chernyshevski, sustituyó su fe ortodoxa, por la fe en la ciencia, convirtiéndose en un activista político. Figura sobre la que teorizaría más tarde como una profesión, aunque no esté catalogada como tal.  

Adscrito a la socialdemocracia de la rama marxista, rival en Alemania de la más pujante socialdemocracia lassalliana, contra la que reaccionó Bismarck, se distanció de la liberalizante de su maestro Gueorgi Plejánov (1857-1918), considerado el «padre» del marxismo ruso. Asimiló empero el credo marxista,  debiéndole Marx (1818-1883), casi desconocido durante toda su vida del gran público y en los círculos intelectuales influyentes, su fama póstuma. Sin Lenin, apenas se ocuparía de Marx alguna historia del pensamiento económico o de la sociología. Su fervoroso discípulo ex lectione inventó el marxismo-leninismo, que tiene bastante más de Lenin que de Marx, aunque la hagiografía presente a Marx como Moisés y como Josué, su sucesor, que derribó las murallas de Jericó, a Vladímir Ilích Uliánov, un eslavo occidentalizador en tanto marxista. A Marx le habría sorprendido enormemente que la revolución proletaria comenzase en Rusia, un país agrícola; luego en China y siempre en países campesinos, salvo la versión nacionalsocialista del marxismo, trufada de leninismo/estalinismo, en la industrializada Alemania. Y Marx habría rechazado seguramente, entre otras cosas, el terrorismo como un método revolucionario y que el partido bolchevique confundiese, como dijo Plejánov, «la dictadura del proletariado con la dictadura sobre el proletariado», para imponer la «justicia proletaria», una modalidad de la justicia social. «La organización está bien, pero el control es mejor», decía Lenin. Un rasgo característico de casi todos los partidos comunistas y bastantes socialistas; por ejemplo, los españoles e hispanoamericanos. Marx no fue ciertamente el gran pensador de la propaganda. No obstante, como afirma Fritz Reheis, es el único pensador interesante del siglo XIX para entender la situación socioeconómica actual.[6]  



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