Calle Mercaderes, 1911
Jean Juan Palette-Cazajús
El domingo 10 de julio de 1904, a consecuencia de un colosal «montón» formado en el callejón de la plaza de toros de Pamplona, resultaron heridas catorce personas. Un concejal propuso la supresión del encierro. La Comisión de Fomento contestó que aquello «constituye el espectáculo de mayor atracción, precisamente por lo que de emocionante posee y no obstante su calificación de espectáculo poco culto. Mas dicho sea de paso, de poco cultas y hasta de brutales y bárbaras se califican las corridas de toros y, sin duda, por encajar perfectamente dentro del carácter español, no sólo se autoriza su celebración y es el festejo obligado […] estima que suprimir el encierro de los toros, padecerá no solamente el cartel de festejos, si no la animación peculiar de nuestra Capital en las mañanas de fiestas; nota simpática que contribuye poderosamente a sostener el prestigio» [...].
Estafeta, 2012
En el campo de la tauromaquia, entendiendo por ella lo mismo la corrida de toros formal como las prácticas callejeras y tumultuarias, la evolución y los cambios han sido siempre tan rápidos e intensos que cualquier invocación de la palabra «tradición» sólo puede resultar desafortunada. Y en este último apartado pocas cosas tan interesantes como la historia de los «tradicionales» encierros de San Fermín. No debería ser necesario recordar que, inicialmente, el llamado «encierro», en Pamplona como en otras muchas ciudades españolas, tenía por única finalidad la de conducir los toros de una corrida, previamente traídos desde su ganadería de origen y custodiados en algún cercado inmediato a la ciudad, hasta los corrales de la plaza donde se iban a lidiar por la tarde. Operación habitualmente realizada con la necesaria ayuda de los cabestros.
¡Lástima de pañuelo!
Lógicamente la operación debía realizarse lo más rápida y limpiamente posible y con el menor quebranto posible de los toros. «Tradicionalmente» también, el alcohol y la testosterona hacían que un número indeterminado de varones jóvenes tratasen de irrumpir en el recorrido para arriesgarse ante los pitones de los toros y así publicitar la valía y el tamaño de sus dídimos. Dicho de otra manera: de cara al correcto cumplimiento de aquella rutinaria operación de manejo de las reses, la irrupción de los mozos era un coñazo intempestivo: desorganizaban la manada, maleaban y quebrantaban los toros y terminaban provocando numerosas tragedias en épocas, recordemos, anteriores a la asepsia y al Dr Fleming.
1923, el año en que llegó don Ernesto
De modo que, por centrarnos en el caso de Pamplona, numerosos fueron los bandos, a lo largo de las generaciones, que prohibían correr ante los toros. Hasta que en 1867, frente a lo inevitable, se decidió reglamentarlo. Cuando uno trata de acudir a los más antiguos documentos fotográficos o cinematográficos existentes, lo que llama la atención, en comparación con las multitudes actuales, es la impresionante escasez tanto de público como también de corredores, la mayoría de éstos vestidos con paupérrima indumentaria pueblerina, compuesta por boina, blusa o raída chaqueta y alpargatas de esparto. De modo que la documentación gráfica pronto nos convence de que si el pañuelo colorao acredita algo más de antigüedad, en cambio, el «tradicional» atuendo blanquirrojo no parece haber empezado a generalizarse antes de la década de 1970.
Cebada Gago, 2022
La tardía universalización de la liturgia pamplonica es cosa tan reciente que ayuda a comprobar hasta qué punto la precaria memoria humana tiende a considerar tradición secular toda idea o práctica social simplemente anterior a la generación existente. La reverencia sagrada de sus forofos por una palabra que visten con mayúscula es tal que nos atreveremos a proponer una definición alternativa, tan breve como escéptica: «tradición es ilusión». Con el añadido de un escolio explicativo, a la manera de Spinoza: «ilusión de que es posible perennizar y sacralizar cualquier producto histórico de la cultura humana mediante la creencia de que su periódica repetición ritualizada podrá preservar una supuesta pureza originaria». O sea, tradición en tanto que ilusión de vencer el tiempo y de pararlo. Ilusión de que uno pueda bañarse todas las veces que quiera en un mismo y eterno remanso del río de Heráclito.
Llegada a la plaza
En aquellos encierros primitivos, parece que jugársela era una opción personal determinada por lo glandular o por el vino. Más tarde, en 1933, el prolífico José María Iribarren (1906-1871) daba cuenta de que los tiempos estaban cambiando : «El encierro debe su peligrosidad y su "riada humana" a los fotógrafos. El encierro se hizo copioso y temerario cuando los [fotógrafos pamploneses] desarrugaron el acordeón de sus Kodaks. [...] Hoy, el noventa por ciento de los valientes corren por la fotografía». Noventa años más tarde, son los avatares de la masificación los que determinan las situaciones aleatorias que ponen en peligro a los corredores. En los sesenta años que van de 1910 a 1969, época que, de forma rudimentaria, podría calificarse de “premultitudinaria”, mueren 8 corredores. Los siete años de la breve época que podríamos llamar de transición, entre 1974 y 1980, son los más sangrientos, con 5 víctimas mortales, dos de ellas en 1980. Tres muertos contemplan los 42 últimos años, el último en 2009. Cualquier persona que haya sentido una mínima curiosidad por el encierro pamplonica sabe más o menos que los que son realmente dignos y capaces de correr «con» los toros se pueden contar con los dedos de unas pocas manos y es en cambio multitudinario el número de los que corren «delante» de los toros, abanico sociológico que abarca un surtido muy variado de masas deportivas y turísticas que se pegan unos cientos de metros de carrera matutina y promiscua donde el toro desempeña muy escaso papel. Recuerden, hace unos pocos años, el caso de aquella parejita china despistada, de paseo por el recorrido, sin enterarse de nada, ni siguiera de que se habían librado milagrosamente de una cornada.
Las buenas carreras de los corredores experimentados, cuando consiguen «coger toro» hasta llegar a «templarlo» durante breves instantes, pocas veces llegan a superar los cien metros, salvo situaciones excepcionales que se recuerdan durante toda una vida. En la era multitudinaria, el magma humano que envuelve al toro se ha vuelto tan denso que actúa a modo de una «giga» punta de cabestros, como un sedante orgánico que inhibe la acometividad selectiva del animal. Es tal la densidad de carne humana que se apretuja en el recorrido que el toro pocas veces hallará situación donde pueda decidir cornear «voluntaria» u «opcionalmente». Los derrotes pueden producirse y se producen, pero ya solo pertenecen al mundo de la frialdad estadística. La contrapartida es que los corredores serios, los que acuden a Pamplona como verdaderos «monjes soldados» del encierro, aquellos que se acuestan a las once de la noche sin rastro de exceso alcohólico – conozco algún ejemplar – deben dedicar ahora la parte más importante de su desgaste físico a la lucha fratricida por conquistar el espacio vital que les permitirá «pillar toro» en medio de semejante marabunta.
Si recordamos la función inicial del encierro, evocada al principio, entenderemos que el encierro pamplonica solo pudo convertirse en un espectáculo «per se» a partir del momento en que se rompía la buena marcha del operativo de traslado de los toros. Es decir que la posibilidad de que los corredores puedan lucirse y surjan los momentos de emoción y peligro depende de una serie de accidentes: que la manada se abra o se estire para que los corredores puedan «pillar toro»; que alguno o varios de los toros adelanten a los cabestros y tomen el liderazgo de la torada; que la manada se rompa en dos o más tramos; que algún toro quede rezagado o incluso se dé la vuelta. Todo el mundo sabe que estas dos últimas posibilidades son las que generan mayores emociones y peligro y permiten el lucimiento de los corredores más experimentados y con mayor sangre fría. Dueños algunos de una autoridad natural que les permite encabezar un grupito de corredores capaz hasta de suplir el papel de los cabestros, tranquilizar al toro y traerlo limpiamente hasta el Coso de la Misericordia.
Uno de los lugares emblemáticos donde se partía la manada pero donde también se caían, lesionaban y amontonaban toros y corredores, deportados por la gravedad, era la curva, casi en ángulo recto, entre Mercaderes y Estafeta. El problema se «solucionó» hace algunos años gracias a un producto antideslizante que obra milagros. Las comillas quieren recordar que así empezó lo que muchos consideran la banalización del encierro actual o mejor dicho su proceso de «funcionalización mediática», que necesita tener en cuenta desde las necesidades dictadas por la espectacularidad televisiva y la industria turística, hasta las exigencias del «bienestar animal», impuestas por la nueva corrección sociopolítica. En 2019, la edición del ciclo sanferminero vino marcada por la polémica acerca del comportamiento de los cabestros, la cual parecía significar un nuevo paso en esta evolución. Aquel año, los dos jerarcas de la punta de mansos parecían purasangres ingleses, encabezaban la manada a un ritmo infernal y no permitían en ningún momento que los toros se les adelantasen. De modo que la torada enfilaba cohesionada y hermética hasta la plaza, cumpliendo así a la perfección con la función original del encierro. Los corredores no encontraban en ningún momento la oportunidad de «coger toro» en unos encierros que se vienen convirtiendo en un simple ejercicio atlético cuyo único interés parece residir en sus posibles beneficios para la salud. La situación parecía tan alarmante que varios corredores veteranos decidieron protagonizar una sentada de protesta en los momentos previos al quinto encierro.
Volvamos, si quieren, al asunto de la «tradición». No hay ningún fenómeno humano que no esté sometido al cambio y a la entropía. La palabra tradición nunca ha definido otra realidad duradera que no sea la de un impotente conjuro que empieza a invocarse cuando una realidad ya se nos viene escapando de las manos. «Tradicionalmente», se busca el amparo de la tradición en ese momento inevitable en que empieza a surgir una discordancia entre la realidad que pretendemos preservar y el sentimiento de mutabilidad impuesto por el paso del tiempo. La palabra es el sésamo con que nuestra frustración ante el tiempo que todo lo cambia y todo lo mata, ansía congelar las prácticas existenciales que nos satisfacen en un momento concreto – que nosotros quisiéramos definitivo – de su inexorable proceso de finitud. Tenemos derecho a considerar la posibilidad de que realmente ocurran, en la evolución de las entidades existenciales, trátese de la nación, de la tauromaquia o del encierro pamplonica, o trátese de nuestros propios recorridos vitales, momentos que constituyen el posible acmé de su máxima identidad y autenticidad y que nos gustaría detener para siempre. Pero también es posible – seguramente mucho más probable, diría uno – que las cosas deban enfocarse desde la perspectiva contraria: el que solemos considerar período de máxima pureza o autenticidad, para cualquier producción humana, depende mucho menos de su calidad propia o de su vitalidad interna que de cierto culmen de la intensidad con que llegamos a percibirlo en algún momento... De modo que siempre resulta posible que todo se reduzca, como siempre, a otra de las ilusiones tan propias de nuestra especie.
Tratemos de explicitar mejor tan angustioso sentimiento: adquirimos máxima conciencia de un fenómeno en el momento en que aquello que considerábamos plenitud de su pasada vitalidad empieza a verse acompañado por el sentimiento de su inexorable declive y de su inevitable finitud. Entonces es cuando empezamos a invocar, vana y desesperadamente, la tradición. En el caso concreto de los encierros de San Fermín, podríamos fechar ese momento culminante en los años que median entre la década de los 60 y la de los 80 del pasado siglo. Posteriormente, tras los años de la vitalidad, llamémosla espontánea, vinieron los de la patrimonialización y de la televisión. La realidad actual es tan diferente que bien podríamos considerar que se trata sencillamente de otro tipo de manifestación. El objeto considerado, en el fondo, ha cambiado de naturaleza.
Suelen correr el encierro, en calles sorprendentemente estrechas, entre 1500 y 3000 personas según los días, tras la imposición, en los últimos años, de numerosas y exigentes regulaciones. Anteriormente, actores como espectadores, solo podían percibir o vivir fugaces retazos de una experiencia puramente subjetiva. Nadie se imaginaba poder acceder algún día a su totalidad. Fue la televisión la que transformó, de manera radical, el encierro en un espectáculo completo y abarcable, lo mismo por la mente que por la vista: en realidad, la tele reinventó el encierro. Pero si el punto de vista cenital de las cámaras transforma el encierro en una totalidad cronológica y panóptica, la televisión es incapaz de transmitir los miles de microvivencias que constituían su realidad orgánica profunda y siguen siendo imperceptibles. Paralelamente a la totalidad panóptica brindada por la tele, hoy disponemos asimismo de la asombrosa espectacularidad detallista proporcionada por las fotografías, esas que nos suelen revelar momentos espeluznantes de pitones rozando cuellos y barrigas, colándose milagrosamente entre ropa y carne. Y sin embargo, no hay mayor paradoja e impostura, al mismo tiempo, que la de aquellas fotos impresionantes porque nos hablan de una realidad inexistente, paralela y congelada, una realidad virtual que asociamos convencionalmente con el encierro, a sabiendas de que tales fotografías constituyen un modo de expresión fundamentalmente incompatible con la pura y vertiginosa temporalidad que define esta manifestación. El encierro es víctima de una doble y terrible paradoja: la sobreexposición mediática y gráfica traiciona su vibración ontológica.
La grandeza del encierro era la suma de las vivencias individuales de los buenos corredores que lo legitimaban. Suma de esfuerzos y proezas, generosidades y mezquindades, heroicidades y a veces tragedias. Respeto entre pares. Todo ello dentro de la asombrosa grandeza del anonimato. Así como se denominaba «kaloikagathoí», «bellos y buenos», a la élite de los jóvenes atenienses, la élite de los corredores era conocida como los «divinos». La palabra volvió a oírse en el funeral del gran Julen Madina, accidentalmente fallecido en 2016. Pero los «divinos» también hacían méritos para ser considerados, al igual que lo hacían entre ellos los espartanos, como los «hómoioi», los «iguales». Los pares entre los mejores, dentro de una austera y noble discreción. Hoy varios corredores destacados se esfuerzan por resultar perfectamente identificables y sueñan con el protagonismo mediático. Rompen con el ascético igualitarismo de la vestimenta y se significan mediante camisetas futboleras de rayas, senyera valenciana, verde bético, morado vallisoletano, rojo «Atleti», fucsia, pistacho. Pronto las cadenas de TV los equiparán – ya los están equipando – con micros y cámaras y «viviremos» su carrera en directo. Pronto el encierro se irá pareciendo a «Supervivientes». Aquí, tradición se vuelve, más que nunca, ilusión.
Sólo recordaremos, antes de terminar, que la actual sobreexposición mediática de los encierros, obedece para muchos a la voluntad, ora solapada, ora proclamada, de ningunear las corridas de toros que los justificaban y, a ser posible, acabar con ellas. But that's another story, como habría dicho Rudyard Kipling. Es otra historia, pero particularmente seria.
Café Iruña, Pamplona