martes, 19 de diciembre de 2023

Jenni se ha quedado muy sola


 

Orlando-Luis Pardo Lazo

Hypermedia


Ha muerto Oliver Barret IV.


Lo conocí junto a Jenni, de la mano los dos, jóvenes norteamericanos que corrían para siempre sobre la nieve en blanco y negro de Harvard University, en aquella Cuba paleohistórica de cuando el castrismo era eterno, a inicios de los ochenta ―es decir, ayer―, una década exacta después de estrenada la película donde Ryan O’Neal sobrevive a Ali MacGraw.


Tenían casi la misma edad, Oliver y Jenni, ambos criaturas de abril. Las sonrisas más humanas del mundo.


Yo tendría por entonces unos diez años y nunca había besado los labios de una mujer. Jenni fue la primera. Jenni sería la última, siglos después.


Fue mi primer beso de amor. El único. Como en la Revolución Cubana estaban prohibidas las videocaseteras, yo tenía que besar a Jenni en el vidrio de mi televisor soviético, cada vez que el Estado proyectaba una copia pirateada de la película.


Esos besos furtivos fueron, también, el desolado descubrimiento de que la muerte no es algo que les pasa a los otros, sino que habita dentro de lo que más amamos tú y yo.


Love Story me enseñó a ser persona. Fue mi educación filosófica y sentimental. Una película norteamericana fue quien me humanizó.


Luego, por supuesto, lo iba a olvidar todo. Muchas veces. La vida nacional me deshumanizó. Con mi amnesia moral, traicioné a Jenni hasta que me morí primero que ella. Como primero que Ali MacGraw se ha muerto ahora Ryan O’Neal.


Excepto por el pelo tan rubio, Ryan se parecía mucho a mi amigo Ulises, el músico baterista, que moriría a los 27 años a finales de los noventa, cuando sus pulmones colapsaron en medio de una realidad colapsada. Cuba se acabó ese día de entresemanas, mientras lo abandonábamos en su inconsolable ataúd.


También a Ulises lo traicionamos, al dejarlo tan solo ante la madurez de la muerte. Total, para sobrevivirlo como infantilizados fantasmas en fuga, desperdigados sin amor ni amistad por medio planeta, durante un tiempo que se va haciendo ya interminable.


Jenni era de Nueva York; Oliver, de Los Angeles. Como jóvenes amantes, no merecían envejecer. Pero envejecieron. Eso no se le hace al amor.


Para colmo de humillaciones biográficas, Ali y Ryan amaron, cada quien por su parte, a un maratón de famosos fuera de la pantalla. Desperdiciaron sus vidas entre extraños, al margen de su propia historia de amor. Desconocieron al nosotros original, mítico, que entre los dos habían creado en cámara, un milagro en el cual millones de contemporáneos ciegamente creíamos.


Jenni se ha quedado muy sola. Ya no tiene a quien esperar, sentada en los escalones de la casita que alquilaron para pasar un invierno juntos, diciéndole a Oliver una frase nocturna cuyo significado a ellos mismos se les escapaba. Tal como se nos iba a escapar a nosotros muy pronto.


Love means never having to say you’re sorry.


Cuando amamos, lo único imperdonable es dejar solos al otro con ese amor.