Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Bastardillos de Antonio Pérez se reparten España en una cueva suiza; lo hacen ante el silencio cómplice de la Nación, salvo algún grito espontáneo y callejero de “traidores”. Pero ¿qué es un traidor?
–Roma no paga traidores –despachó famosamente el cónsul Quinto Servilio Cepio a Audax, Ditalco y Minuro, los asesinos de Viriato.
La expresión nos intrigaba mucho de niños en la escuela, aunque no tanto como ahora, al comprobar, ya mayores, que España nunca pagó leales.
–La deslealtad sustituyó a la envidia cuando desapareció la pobreza en la clase media. La deslealtad al pasado no produce remordimiento, ni desprestigio, cuando garantiza mejor vida social en el porvenir. ¿Cómo traducir en actos irrevocables la renegación de sí mismo? Proust lo escribió: la traición a sí mismo es mérito promocional si la traición es general. Triunfadores apoteósicos de la negación de sí mismos, los partidos del 78 pasaron en un día de la clandestinidad al Estado.
De los viejos nada hay que esperar ya, pero los jóvenes que sientan curiosidad por el tiempo político que viven hoy (de dónde viene y adónde los lleva) tienen una linterna en el microensayo sobre la novela con que García-Trevijano prologó el libro de García Viñó “La cultura como negocio”. Ahí está el secreto proustiano de tantos personajes que en un solo día se transfiguraron en otros radicalmente diferentes.
–Convertida en fenómeno social, la deslealtad hacia el propio pasado pasó a ser condición de prosperidad personal.
La deslealtad fue el lazo que anudó el consenso: el valor positivo de la deslealtad se basa en la ausencia de remordimiento si, y sólo si, la traición de todos a su pasado les hace renacer con otra personalidad reconocible, o admirable, en una sociedad de desleales, que es lo que tenemos.
–Y a fin de no morir con la generación de la deslealtad, y resucitar en la del cinismo, confié mi lealtad nativa a esa energía sin violencia que salvó del naufragio europeo, en la guerra del 14, al Nobel de 1915, Romain Rolland: “Todo hombre que es un verdadero hombre debe aprender a quedarse solo en medio de todos, a pensar solo por todos y, si fuera necesario, contra todos”.
A diferencia de los ingleses, que no conocen la traición (disponen de un epigrama que los protege de ella: “La traición no vence nunca. ¿Por qué? Porque, en cuanto triunfa, deja de llamarse traición”), los españoles de la Santa Transición han hecho de la traición virtud social e industria poligonera (¡una traición fabril y manufacturera!), tan lejos de aquel orgullo castellano cuyo asomo sitúa don Claudio Sánchez-Albornoz (“España, un enigma histórico”) en el siglo décimo, cuando “los castellanos no se humillaban como los gallegos y navarros ante Almanzor, y ninguna noble mujer de Castilla fue enviada a Córdoba para formar parte del harén de El Vencedor”.
[Viernes, 8 de Diciembre]