Arnaud Imatz
La recepción de Archipiélago Gulag (1973) y de su autor Alexander Solzhenitsyn (1918-2008), en Europa y Occidente, ha sido generalmente benévola y a menudo entusiasta, pero ha sido también reservada, incluso violentamente hostil, en ciertos círculos políticos e intelectuales. España es sin duda uno de los países donde la reacción de los grandes medios de comunicación ha sido más abominable e indigna. Recordemos este lamentable episodio.
Solzhenitsyn víctima del odio
El 20 de marzo de 1976, cuatro meses después de la muerte de Franco, Alexandre Solzhenitsin declaro a Televisión Española: «¿Vosotros, progresistas, sabéis lo que es una dictadura? Si nosotros gozáramos de la libertad de la que os beneficiáis, estaríamos con la boca abierta, nos es desconocida tanta libertad. Hace sesenta años que ignoramos estas libertades». Estas manifestaciones desencadenaron inmediatamente una campaña de calumnias de una extrema violencia en la mayor parte de la prensa nacional. Entre los calificativos con que le obsequiaron, citemos: paranoico, payaso, bufón, fanático, mentiroso, comediante, enemigo del pueblo, agente fascista que quiere un estalinismo antiestalinista (sic), mercenario, mal escritor, megalómano, autor de cuatro novelas ridículas, etc., etc… Aludiendo a su físico, calificado nada menos que «repugnante», la prensa le describió «pequeño», «cazurro», «famélico», «un busto parlante», «una salchicha», etc. Para tener una idea más concreta de la ola de odio que levantó, he aquí un ejemplo del artículo que se pudo leer el 27 de marzo de 1976 en Cuadernos para el Diálogo (revista fundada y presidida por Ruiz Giménez, antiguo embajador en el Vaticano y ministro de Educación con Franco, pasado a la oposición y convertido en líder de los católicos de izquierda aliados con los comunistas y vicepresidente del Instituto René Cassin para los Derechos del Hombre, sito en Estrasburgo) firmado por Juan Benet: «Creo firmemente que mientras existan gentes como Alexandre Solzhenitsin perdurarán y deben perdurar los campos de concentración. Tal vez deberían estar un poco mejor custodiados a fin de que personas como Solzhenitsin, en tanto adquieran un poco de educación, no puedan salir a la calle. Pero una vez cometido el error de dejarles salir, nada me parece más higiénico que las entidades soviéticas (cuyos gustos y criterios respecto a los escritores rusos subversivos comparto con frecuencia) busquen el modo de sacudirse semejante peste.» Para no quedarse a la zaga, Eduardo Barrenechea, otro espécimen de defensor del espíritu de la checa y a su vez subdirector de la revista, insistió: «No sé si también añadiría en ruso algún ‘¡Heil Hitler!‘.»
En Francia, el vespertino Le Monde, especie de equivalente francés de El País (autoproclamado «periódico de referencia», pero apodado, con sentido del humor, El Inmundo por el presidente Charles de Gaulle), tituló vergonzosamente un artículo, con fecha del 23 de marzo, «Solzhenitsin estima que los españoles viven en la libertad más absoluta», atribuyéndole falsamente una afirmación que no había pronunciado jamás. En definitiva, Solzhenitsin, hablando de lo que había podido observar, concluía únicamente que, en comparación con el sistema represivo soviético, el sistema español era incomparablemente más liberal[1].
Pero la verdadera razón de este diluvio de insultos en el ocaso del franquismo estaba en otra parte. La crítica sin concesiones del escritor ruso al comunismo y a sus aliados socialistas-marxistas se consideró inaceptable. Había cometido un crimen imperdonable al plantear la pregunta fundamental, verdadero tabú historiográfico: ¿es esta ideología intrínsecamente mala? Y respondió sin rodeos: sí, llamando a rechazar toda complicidad con sus representantes. En definitiva, demostró que el sistema soviético de campos de concentración no era fruto únicamente de la voluntad estalinista, sino que ya germinaba en las premisas leninistas y marxistas. Obviamente, esto era demasiado a los ojos de los comunistas y otros nostálgicos partidarios de los Frentes Populares del periodo de entreguerras.
Treinta años más tarde, los comunistas y sus compañeros de viaje, más o menos bien disfrazados de «demócratas de toda la vida», retomaron la antífona tan querida para ellos contra el «reaccionario», el «zarista», el «anticomunista profesional». Incluso las cualidades literarias de este escritor de gran talento fueron criticadas y denigradas por ellos. Con motivo de la muerte de Solzhenitsyn en 2008, el francés Jean-Luc Mélenchon, ex trotskista, ex ministro socialista, senador y futuro fundador de France Insoumise (una especie de Podemos en el hexágono galo), conocido por su fanatismo y su ceguera sectaria, iba a expresar todo su odio sin el menor freno: «La apología de Solzhenitsyn, ‘el gran pensador de la democracia contra el estalinismo’, me duele en el corazón porque pienso en todos esos desgraciados que, desde el principio, dirigieron su lucha sin ser atiborrados de honores, baratijas doradas, residencias, protección de todo tipo, como Solzhenitsyn, simplemente porque era de derechas»[2], y «Solzhenitsyn era un Solzhenitsyn era un idiota absurdo, pontificador, machista, homófobo, retrógrado, lleno de fanatismo nostálgico de la gran Rusia feudal y religiosa. Era un útil loro de la propaganda occidental» [3]. No podemos evitar parafrasear aquí la legendaria frase del guionista Michel Audiard: «Si todos los idiotas fueran puestos en órbita, Mélenchon no dejaría de girar».
En 2023, por desgracia, seguimos ahí. Cuando el prestigioso escritor ruso no es olvidado voluntariamente, es constantemente vilipendiado por los inevitables representantes del espíritu de la checa. También es criticado por una serie de periodistas y dirigentes políticos liberales y socialdemócratas que no le perdonan sus críticas al Occidente decadente en su discurso de Harvard («La decadencia del valor», 1978), y mucho menos que Putin le concediera en 2007 una de las más altas distinciones oficiales, y lo calificara de «gran historiador», el primero en haber relatado «una de las tragedias del periodo soviético» [4]. Definitivamente, la estupidez y el sectarismo son enfermedades que se cobran más víctimas que cualquier pandemia.
Pero, independientemente de lo que piensen sus numerosos adversarios y enemigos, Solzhenitsyn es hoy universalmente reconocido como uno de los más grandes escritores de su tiempo, y Archipiélago Gulag está considerada como una de las principales obras del siglo XX. Pero, ¿quién era realmente Solzhenitsyn y por qué tuvo tanto impacto en Occidente?
De oscuro «homo sovieticus» al disidente antitotalitario más famoso
Alexander Isáyevich Solzhenitsyn nació el 11 de diciembre de 1918 en una ciudad del Cáucaso, al sur de Rusia. Huérfano de padre desde su nacimiento, el joven Alexander fue criado solo por su madre. Un año antes, dos golpes de Estado sucesivos (más tarde calificados de «revoluciones») habían barrido el régimen imperial de Petrogrado, dando paso a la dictadura bolchevique. En 1924, la madre de Solzhenitsyn se trasladó a Rostov del Don, a orillas del Mar Negro. Allí creció Alexander Isáyevich, que en 1936 ingresó en la Universidad de Física y Matemáticas de la ciudad.
Como todos los jóvenes de su generación, se afilió muy temprano a las Juventudes Comunistas. Su madre le llevaba de vez en cuando a la iglesia, pero pronto fue prohibida y cerrada. Su hijo, víctima de la propaganda comunista, se convirtió en un socialista marxista convencido durante casi veinte años. Tras convertirse en profesor de secundaria, fue movilizado en 1941, cuando la URSS, inicialmente aliada de la Alemania nacionalsocialista, fue invadida y obligada a unirse a la Segunda Guerra Mundial. Solzhenitsyn fue nombrado oficial y condecorado con la Orden de la Estrella Roja por su valor en combate. Comunista inquebrantable, vivió en primera persona las detenciones arbitrarias y la dura realidad de los campos de concentración comunistas (1945-1953) antes de abrir finalmente los ojos.
El 9 de febrero de 1945, el joven capitán soviético fue detenido en el despacho de su coronel en la costa del Báltico, justo antes de la rendición alemana. La Seguridad Militar había interceptado su correspondencia con un amigo de la infancia, en la que había tenido la desgracia de dar su opinión sobre el destino del país, criticando veladamente la política de Stalin.
Arrojado a las cárceles de la Lubyanka, un siniestro centro de interrogatorios del KGB en Moscú, Solzhenitsyn fue condenado el 27 de julio a ocho años en un «campo de trabajo» o “campo de concentración”. Tras dos años de internamiento, fue trasladado a una Charachka, prisión para científicos, también en Moscú. Alexandre Isáyevich comenzó entonces a componer obras clandestinamente. En mayo de 1948, fue enviado a un campo de trabajos forzados en Kazajstán, donde trabajó como fundidor y luego como albañil. En 1953, fue enviado a «relegación perpetua» a un pueblo, de nuevo en Kazajstán, donde reanudó sus actividades docentes. Tres años más tarde, gracias a la desestalinización, fue finalmente liberado y rehabilitado.
En octubre de 1962, Solzhenitsyn publicó Un día de Iván Denísovich, la historia del sencillo y humilde prisionero Shukhov, preso número CH-854 en un campo de concentración y trabajo. Publicado en la revista literaria oficial Novy Mir al día siguiente de la muerte de Stalin (1962), el libro fue un gran éxito en la URSS. Por primera vez, una obra literaria denunciaba abiertamente los crímenes del estalinismo. Por supuesto, el libro sirvió a las luchas internas del Partido Comunista, pero lo que es mucho más importante, dio voz por primera vez a los intelectuales rusos.
Sin embargo, muy pronto Solzhenitsyn se vio obligado a continuar su trabajo clandestinamente. Poco a poco fue desarrollando una crítica más radical del régimen. Quería despertar las conciencias, defender la dignidad humana, recordar la importancia de las realidades espirituales y afirmar sin ambigüedades la primacía de Dios. La felicidad individual no podía ser, decía, el criterio último de toda moralidad. En octubre de 1964, Solzhenitsyn comenzó a escribir su obra más conocida y explosiva: Archipiélago Gulag, 1918-1956, ensayo de investigación literaria. Se trataba de un verdadero monumento literario que pretendía erigir «en memoria de todos los torturados y asesinados».
Su trabajo se organizó en secreto con el apoyo de una red clandestina de amigos muy cercanos. Durante años, Solzhenitsyn desafió a las autoridades comunistas. En su carta a la Unión de Escritores (1967), denunció la censura y la persecución de las que él mismo era objeto. En respuesta, se utilizaron todos los medios para acallar su voz. En 1968 publicó en el extranjero El primer círculo y El Pabellón del cáncer. Al mismo tiempo, consigue conceder algunas entrevistas a la prensa internacional. En 1970 le conceden el Premio Nobel de Literatura. Cada vez resultaba más difícil silenciarle. El 30 de agosto de 1973, una mecanógrafa amiga suya apareció ahorcada en su casa tras haber sido torturada por el KGB, al que había dado el escondite de una copia del manuscrito Archipiélago. Sin más dilación, Solzhenitsyn encargó a un amigo extranjero que publicara el libro lo antes posible en Occidente. Fotografiado, microfilmado y transportado en secreto de ciudad en ciudad, el manuscrito llegó finalmente a Occidente. El primer volumen fue publicado en ruso por YMCA-Press en París el 28 de diciembre de 1973, y los otros dos volúmenes le seguirían. Se tradujeron a los principales idiomas, entre ellos el francés y el inglés en 1974, y el español en 1976. Se vendieron no menos de 10 millones de ejemplares en todo el mundo.
Una revolución intelectual, popular y política
No es exagerado decir que este libro, que disecciona magistralmente la mecánica intrínseca de la represión soviética, contribuyó poderosamente a cambiar el curso de la historia. Es una especie de rayo de luz que ilumina las vilezas y depravaciones del sistema soviético. En sí mismo, fue una revolución intelectual, popular y política.
El 13 de febrero de 1974, tras una admirable resistencia intelectual, sin el menor compromiso ni concesión, el escritor disidente fue detenido en su domicilio, despojado de su nacionalidad soviética y deportado en un avión especial a Alemania Occidental. Solzhenitsyn se exilió en Suiza y luego en Estados Unidos, donde se dedicó a escribir La rueda roja, un enorme fresco de 6.600 páginas en el que analiza los orígenes del drama ruso y desenreda sus «nudos» desde agosto de 1914 hasta abril de 1917.
El escritor ruso fue muy crítico con el sistema comunista soviético, pero no menos con Occidente, al que consideraba cobarde y materialista. Para asombro e irritación de muchos, no temía debatir y contradecir a las autoproclamadas pseudo-élites de Europa y América. Visionario, advirtió a los Estados occidentales que creían poder imponer su modelo a todo el mundo: corrían el riesgo de generar una oposición violenta si no respetaban la autonomía de otras culturas.
En diciembre de 1988, la intelectualidad rusa se reunió para celebrar el 70º cumpleaños del escritor; dos meses más tarde, volvieron a reunirse para conmemorar el 15º aniversario de su expulsión. En junio, Mijail Gorbachov anunció que autorizaría la publicación de Archipiélago Gulag en la URSS. Su disponibilidad en las librerías rusas se convirtió en un símbolo de la «glasnost». El año 1990 fue proclamado «Año Solzhenitsyn» por el redactor jefe de la revista rusa Novy Mir. Se organizaron coloquios sobre su obra y poco a poco se fueron publicando en Rusia todos sus escritos. Se recomendó a las escuelas que leyeran fragmentos seleccionados.
El apego de Solzhenitsyn a la «madre patria» y a la identidad del pueblo ruso es una constante. Por eso ha sido un defensor tan acérrimo de los «humillados» que sufrieron la «liberalización» desenfrenada del presidente Yeltsin, y por eso denuncio «el Estado pirata que se esconde bajo una bandera democrática». Desterrado, nunca perdió la convicción de que algún día volvería a Rusia. Esto ocurrió en 1994, tras el desmantelamiento de los regímenes comunistas en Europa y la URSS. Simbólicamente, el ex presidiario eligió desembarcar en Magadán, en el extremo oriental del país, en la costa del Pacífico, bastión del Gulag siberiano. Luego, durante un mes, viajó de ciudad en ciudad hasta Moscú, encontrándose por todas partes con rusos fervorosos y admiradores del héroe.
En el momento de su publicación en Occidente, Archipiélago Gulag no era una revelación sobre el sistema soviético de campos de concentración y prisiones. En los años veinte ya se conocían los edificantes testimonios de muchos exiliados, en particular los de los cientos de personalidades culturales y científicas que fueron desterradas, expulsadas y amenazadas con ser fusiladas si regresaban a la URSS por instigación personal de Lenin. Estos intelectuales, muchos de ellos entre los más destacados de la intelectualidad rusa, como Sergei Bulgakov, Nikolai Berdiaev, Nikolai Lossky, Ivan Ilyin, George Florovsky, Semion Frank o Pitirim Sorokin, no eran hostiles a la revolución como afirmaba el Guepeu (la policía política), sino que se oponían a la línea extrema y violenta de Lenin. En particular, reprochaban a Lenin, al igual que a los miembros del Comité de Ayuda a los Hambrientos, no haber tomado las medidas necesarias para detener la terrible hambruna de 1921-1922. Calumnia, luto, silencio u olvido fue el destino de estas primeras víctimas de las purgas leninistas que, sin duda debido a su notoriedad, escaparon a la muerte en los campos de concentración y de trabajos forzados creados por Trotski y Lenin en junio y agosto de 1918 para encerrar a «kulaks, sacerdotes, guardias blancos y otros elementos dudosos».
Ya en 1935, Boris Souvarine publicó su biografía de Stalin (Stalin. Panorama histórico del bolchevismo), que desmontaba «en nombre del socialismo y del comunismo» las mentiras del «pseudo-comunismo» soviético. En 1936, André Gide denunció en su libro Retour de l’URSS los fallos y defectos de un sistema defendido hasta entonces por él. Como consecuencia, los Amigos de la Unión Soviética le declararon traidor y agente de la Gestapo. Después, tras la Guerra Civil española (1936-1939), llegaron los instructivos testimonios de antiguos comisarios políticos, como Arthur Koestler, y de antiguos miembros del POUM, como George Orwell. Uno de los principales jefes de la inteligencia militar soviética en Europa Occidental, Walter G. Krivitsky, que se trasladó a Occidente en octubre de 1937, también hizo un relato particularmente valioso de la ficción democrática de los diversos Frentes Populares, de la acción de la Comintern en Occidente y de sus relaciones con el Guepeu. Fue violentamente atacado por la izquierda americana y europea en 1939, cuando publicó dos libros sobre los métodos de Stalin (Al servicio secreto de Stalin y Yo fui agente de Stalin, 1940), y finalmente se «suicidó» (o lo suicidaron) en un hotel de Washington en 1941. El bestseller del ucraniano exiliado Victor Kravchenko, Yo elegí la libertad (1946), dio lugar a uno de los juicios más resonantes de la posguerra en Francia en 1949. Los testimonios de comunistas que habían huido a Occidente y los de ex brigadistas internacionales que habían sobrevivido a la guerra de España podían darse en rápida sucesión, pero la reacción de la izquierda socialista-marxista era siempre la misma: insultos, encogimiento de hombros, escepticismo y hostilidad visceral. En cuanto a los intelectuales de la izquierda no comunista, brillaron por su ausencia. La manipulación de la historia por parte de los comunistas y sus compañeros de viaje fue casi total durante décadas.
Aun lo era, pero solo en parte, cuando estalló la bomba que fue Archipielago Gulag. La benevolencia, indulgencia, connivencia y complicidad de gran parte de los círculos culturales y mediáticos occidentales hacia el socialismo marxista y las abominaciones comunistas, tradición que ya tenía más de medio siglo en Occidente, empezaba entonces a resquebrajarse. En los años setenta, las circunstancias políticas e intelectuales de los distintos países occidentales eran de hecho muy diferentes de las de España. Los intelectuales occidentales, ya bastante desencantados con las experiencias del socialismo marxista, probablemente sentían una mezcla de culpa y fascinación ante Solzhenitsyn, que había arriesgado su propia vida y la de sus allegados en nombre de la verdad. Al mismo tiempo, dado el seguimiento popular y la autoridad rápidamente adquirida por el escritor ruso, les resultaba difícil no relativizar sus certezas históricas, así como su relación con el poder político y la libertad de expresión. La obra de Solzhenitsyn estaba contribuyendo claramente a demoler el «catecismo revolucionario comunista», y para muchos oportunistas ya era hora de subirse al carro.
Además del contexto social relativamente favorable, fue sin duda la forma del libro lo que hizo de él un éxito inmediato. La fuerza de la historia reside no sólo en el talento literario de su autor, sino también en la original forma que eligió. Archipiélago Gulag no es el enésimo relato de un superviviente de los campos de concentración; es una auténtica investigación, que reúne 227 testimonios puestos en perspectiva.
En el cincuenta aniversario de su publicación recordemos esas palabras conmovedoras y severas de su autor que suenan como un toque de alarma: «Habéis olvidado el sentido de la libertad… no puede ser disociada de su finalidad, que es justamente la exaltación del hombre. Era función de la libertad hacer posible la emergencia de los valores. La libertad desemboca en la virtud y en el heroísmo. Habéis olvidado esto; el tiempo ha corroído vuestra noción de libertad porque la libertad que tenéis no es más que una caricatura de la gran libertad; una libertad sin obligación y sin responsabilidad que desemboca, a lo sumo, en el goce de los bienes. Nadie está dispuesto a morir por ella… Vosotros no sois capaces de sacrificaros por este fantasma de la libertad, simplemente os comprometéis».
Leer en La Gaceta de la Iberosfera