domingo, 24 de diciembre de 2023

Borbones


Enrique IV 



Martín-Miguel Rubio Esteban


Se sabe que los galos adoraban divinidades locales y rústicas; una de ellas era Borvo, dios de los manantiales de agua caliente, que ha dado su nombre a numerosas estaciones termales (Bourbonne, Bourbon-Lancy, Bourbon-l´Archambault), y a la Casa Real de Borbón que a la sazón reina en España. Probablemente la raíz esté emparentada con la raíz indoeuropea *bhorso-/*burso-, con el significado de “inflado” o “insolente”, como metáfora que tiene como base un manantial de agua caliente que sale a borbotones, y de ahí a hombre de ánimo caliente o ardoroso. El antropónimo celta Burzu vendría también de esa raíz; la cual también evoluciona así en celtibero: *borso->*burzo->*burro-. Estas formas están atestiguadas en la toponimia de las Galias (v. gr. Burdigala) y sobre todo en la toponimia hispana; así la vemos en la base del término Burrulobrigensi (Portalegre) y del topónimo Burriligiam (Fuentes de Ropel, Zamora). Hay también correspondencias en las lenguas celtas insulares, como en antiguo irlandés “borr” (inflado, insolente), y el galés “bwr” (robusto). En las Galias nos encontramos también con el adjetivo “baraudo” (que se caracteriza por su abundancia de pasión), y con el prosopónimo galo Combaromarus, “grande en furor o pasión”. Podría también estar en la raíz de hidrónimos indoeuropeos como Boristhenes y en el término griego borborôdes. De todos modos, André Maurois relaciona a los Borbones con el dios celta Borvo. Esto es, tenemos una dinastía reinante genuinamente celta.


El primer borbón que ciñe la corona de Francia fue Enrique IV el Navarro, descendiente de un hijo de San Luis y nieto de la Margarita de las Margaritas. Y la primera medida que tomó este primer rey Borbón en 1594 fue una total amnistía para todos aquellos católicos y protestantes que en su guerra de religión habían cometido crímenes. La amnistía fue escrupulosamente observada, y cuando los franceses vieron que el rey no quería represalias de ningún partido, comenzó su tarea de unir a todos los franceses en un proyecto nacional que estaba por encima de las conciencias particulares. Quienes más se opusieron a la amnistía fueron los jesuitas, quienes fueron expulsados de Francia ese mismo 1594 como enemigos del rey y del Estado. Cuando el asunto de la amnistía se olvidó, Enrique IV, en 1603, los volvió a llamar, pese a la resistencia del Parlamento.


-Los creo necesarios a mi Estado; si se fueron de él por intolerantes, quiero que estén ahora por nuestra tolerancia.


Nada tan admirable como la paciencia con que Enrique IV realizó la pacificación de Francia. No fue fácil tarea. El rencor era muy vivo. Muchos se indignaban ante su indulgencia. Incluso compró muchas sumisiones, diciendo que esto le costaba diez veces menos que emplear la fuerza. Pagó las deudas de Mayenne, su peor enemigo, limitándose por toda venganza a hacer correr doscientos metros a su lado a aquel hombre gordo y reumático. Firmó la paz con los españoles y se reconcilió con la Santa Sede manteniéndose las libertades de la Iglesia galicana. Siguió siempre los consejos políticos del gran Bodin: “El príncipe es juez soberano; si toma un partido no será más que jefe de partido exponiéndose a perecer en la lucha. El príncipe debe renunciar a la violencia, sin tratar de imponer cuál de las religiones es la mejor”. Todo lo que el rey obtuvo de los hugonotes fue la aceptación de una especie de armisticio; el edicto de Nantes. Este Edicto contenía sabias disposiciones; derecho de los protestantes a todos los cargos del Estado; ejercicio de culto en lugares y condiciones determinadas; derecho de testar; constitución del clero protestante en Sínodo, colegios y consistorios. Es así que la Ley de Amnistía mantenía a Francia como Reino eminentemente católico –Francia es el país del mundo en donde más pueblos y ciudades llevan nombres del Santos: Hay 750 San Martín, 471 San Pedro, 454 San Juan, 302 San Germán, 195 San Pablo, etc.– y, a la vez, garantizaba la libertad de conciencia de todo francés. Con el único objeto de hacer grande a Francia se apoyó en su amigo Maximiliano de Béthume, barón de Rosny, a quien hizo duque de Sully. Sully fue uno de los genios políticos que ha tenido Francia, rica ya de sí en ese tipo de genios, al que acompañaban la honradez y una infinita capacidad de trabajo. Cuando hablaba con el rey defendía su postura incluso con impertinencia, sinceramente, con la desenvoltura de un amigo. Esa misma descortesía, a veces brutal, le hacía imprescindible para Enrique IV: “En el momento en que no me contradigáis, creeré que ya no me queréis”, le decía el Rey. Sully logró no sólo restablecer un equilibrio presupuestario, sino depositar en La Bastilla un tesoro de trece millones y convertir la artillería francesa en la más poderosa de Europa.


Pues bien, ¿es parangonable la amnistía que llevó a cabo el primer borbón con ésta que puede firmar el último (por el momento)? ¿Felipe VI tiene el valor de su ascendiente navarro Enrique IV? ¿Tiene algún parecido el lindo don Pedro con el riguroso duque Sully? ¿Es Félix Bolaños nuestro Bodin?


La amnistía de Enrique IV y Sully unió a los franceses únicamente bajo criterios patrióticos, y no con criterios religiosos ni ideológicos, que dividían a Francia; a partir de entonces en Francia han cabido todos los franceses. Aquella ley de amnistía hizo a todos los franceses iguales, pudiendo participar todos sin exclusión, independientemente de sus creencias, en el engrandecimiento de Francia. Por la contra, la amnistía de Felipe VI y Pedro Sánchez bendice el crimen de la secesión contra la unidad nacional y la supervivencia del Estado, y rompe la igualdad jurídica de los ciudadanos ante la ley. Esto es, no sólo no garantiza la existencia de la Nación, sino que la pone en inminente peligro gratuitamente por siete votos. Hiere de muerte la Constitución cuando conculca el requisito mínimo de una Democracia, que es la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Borra el delito de robo de políticos ladrones que se han hecho multimillonarios a pesar de los catalanes. Pone de árbitro de nuestras desavenencias a un mediador extranjero, experto en organización de guerrillas, humillando así a los españoles y pasando por encima de nuestro ordenamiento jurídico, que queda a expensas del albur del ilustre mediador. La amnistía de Enrique IV inició la grandeza de Francia; la amnistía de Filipe VI inicia la bajeza de España por el interés de un solo ciudadano (ad rem unius civis). Aquella amnistía sirvió para asegurar la paz (*pak- en indoeuropeo significa, precisamente, asegurar, de donde tenemos en latín pax y paciscor, y en griego pêgnûmi), ésta nos trae la inseguridad civil.

[El Imparcial]