domingo, 31 de octubre de 2021

La cumbre y la púrpura

Diocleciano, Carlos V ... y Aznar

 

Ignacio Ruiz Quintano

Abc, 28 de Agosto de 2002


En la cumbre de Johannesburgo, levantada para «salvar a la Tierra», falta el único que puede hacerlo, Bush, y eso que su pueblo fue el primero que quiso la felicidad del hombre «aquí y ahora».

América, para Foxá, era la alegre Geografía contra la dramática Historia: «Sobre una tierra nueva, fresca de rocío y de resina; sobre unas praderas recién salidas del Génesis, los puritanos que en 1620 desembarcaron del Mayflower iban a caer en el eterno espejismo de crear algo absolutamente nuevo y original sobre la tierra. Como si la historia del hombre, con sus monótonas etapas de democracia, demagogia, imperio, monarquía, república, y otra vez democracia, demagogia, etcétera, no se repitiese con la tediosa regularidad de los crepúsculos y las auroras, la mutación de las estaciones o el ritmo incansable de las mareas.»

Sin ninguna vocación de imperio, Norteamérica, que era feliz con su democracia, con su industria de automóviles y sus vacas, fue, de pronto, cogida por las ruedas dentadas y sangrientas de la Historia. Es lo que Foxá llamó «el peso de la púrpura»: la pesadumbre del mando. «Porque en dos mil años de historia mediterránea sólo ha habido dos hombres, Diocleciano y Carlos V, que, olvidando su gusto, se fueron, el uno a Dalmacia a plantar lechugas y el otro a Yuste a arreglar relojes.»

-Hombre, y Aznar, que tampoco está en Johannesburgo, pero que también un día se irá, dicen que a correr.

Aznar no es imperio. Imperio es Bush: «Puede entronizar o destronar reyes en Europa; puede decretar la muerte de los dioses de Asia; puede establecer una república en el imperio del Sol Naciente, y quitar su manto imperial a un príncipe cuyos antepasados fueron contemporáneos de los Faraones.» Puede, en fin, enviar, al alba y con viento duro de Levante, comandos por todo el mundo para acabar con la industria de Ben Laden, que produce videos «gore» de perros labradores, con lo que esos perros, que en el Occidente casi han sustituido a los niños, significan para el sentimentalismo anglosajón.

Y es que, a pesar de sus «shorts», de su «base-ball», de su cine y de sus piscinas, la púrpura, como decía Foxá, ha caído sobre los hombros de los yanquis: «Es glorioso, pero no es cómodo capitanear al mundo. La gloria, generalmente, está reñida con la alegría.» Y ahora, para remendar esa alegría, quieren -porque «pueden»- arrebatarnos el vino de Jerez. «¡Camarero! ¡Otra copa de vino! ¡De Jeré! ¡Del mejó!» Ellos, los norteamericanos, son los nuevos romanos, y a nosotros, los europeos, nos toca hacer de viejos griegos, pedagogos -«canguros», es el término contemporáneo- de sus hijos. De aquí esa sobremesa mundial -tertulia de tertulias- que hemos organizado en Johannesburgo para salvar a la Tierra, nadie sabe de qué.

Pobre Roma, que no conoció la sobremesa. Tenía el vino, que es un invento europeo, pero le faltó el café, que es un invento africano, y el tabaco, que es un invento americano. Primero, naturalmente, fue el vino, porque los imperios suelen desdeñar la leche. («En la vieja Francia, recién bautizado el Delfín, se vertía en su lengua el rubí de una gota de Burdeos.») Después, el café: dio con él un pastor etíope, que vio hacer cabriolas a sus cabras insomnes. Y, exactamente cincuenta y dos años más tarde, el tabaco: los hombres de Colón, que exploraban Cuba pensando que estaban en China o en el Japón, sorprendieron a un indígena que, con dos cañas en horquilla metidas en la nariz, hacía círculos de humo azul. Con ellos andaba Rodrigo de Triana, el del grito «genesíaco» sin recompensa, que luego, despechado, renegó de su fe en España y se hizo musulmán en África. Hoy, ya ven, podría estar en Guantánamo.