lunes, 7 de agosto de 2017

Cursilería, amargura y toros

Simón Casas
 Butifarra a la afición


Jean Palette-Cazajus

«Hacerle el amor al toro, desde luego es impúdico, es hermoso. Viene hacia nosotros, no para cornearnos sino para amarnos. La muleta se arrastra por el suelo como una lengua que nos invitase a un beso profundo. El espectador se vuelve voyerista, lo que presenciamos es un coito, un orgasmo colectivo, […] la corrida es vaginal…»

Dentro de la logorrea y la cursilería que tanto abruman la literatura taurina, lo que acaban de leer se sitúa sin duda entre lo más granado del género. Pocos se extrañarán si les digo que acabo de traducir tan antológica pieza del francés. Y a muchos les invadirá una auténtica «schadenfreude» cuando se enteren de que el autor es el impagable Bernard Domb, más conocido en el mundillo taurino como Simón Casas, actual y muy cuestionado gestor de la plaza de Las Ventas. Los improbables desbordamientos están extraídos de un libro publicado en 2003 por el polifacético personaje y titulado «Manchas de tinta y de sangre». El caso es que esta misma mañana tropiezo en un conocido blog taurino con un ataque inmisericorde y sin duda justificado contra la gestión de Simon Casas, si bien enhebrado en una retórica patriotera donde, resumiendo, vienen a decirnos, entre más veras que bromas, que el aludido es un daño «colateral» de la invasión napoleónica y del reinado de Pepe Botella. El enconamiento de la agresión antitaurina ha propiciado el auge de un tipo de defensa neo casposa que me provoca erisipela.

Estoy recién salido de la dura experiencia de tener que reflexionar por obligación sobre una hipotética filosofía taurina. Me encuentro confrontado con la declaración de guerra a la tauromaquia recientemente protagonizada por el filósofo francés más mediático, el prolífico Michel Onfray. Espero tener algo de tiempo para reconsiderar ambos eventos. De momento les dejo mi respuesta al cuestionario de la «Revista de Estudios Taurinos», publicada en el reciente número 40, en compañía de otras varias opiniones entre las cuales las de Pepe Campos, Víctor Gómez Pin o Francis Wolff. Redactado de prisa y corriendo, no me avergüenzo del todo de un texto que llega a reflejar mis conceptos fundamentales sobre la cuestión, además de mi distancia sideral con cierto tipo de aficionados que nos conducen al precipicio. Descuiden, soy el primero en darme cuenta de mis propios coqueteos con la logorrea y la cursilería. En otro momento intentaré exponer mi particular hipótesis sobre las razones por las cuales ni los más prevenidos nos libramos de tan aterradora plaga. 

1)    ¿Qué razones avalan su afición a la fiesta de toros?

En mi caso personal, joven adolescente francés, no cabe negar el papel inicial de lo que se conoce como exotismo. El exotismo es el sueño de una radical exterioridad. Puede ser trivial punto de fuga o basculación de los ejes vitales y de la propia identidad. Lean a Víctor Segalen. Hoy tras compartir mi vida entre ambas naciones, sigo pensando que la corrida es, fundamentalmente, exotismo absoluto.  Entendida como ritual, como misterio en el sentido griego, o como simple espectáculo, «la corrida de muerte» consiste efectivamente en una exteriorización absoluta del sujeto humano fuera de los aplomos cotidianos de su condición básica. 

 Joaquín Vidal en La Ventas
Lucidez y soledad

Descarto el argumento de la belleza. Primero porque solo surge en muy contadas ocasiones. Luego porque es convención. La tauromaquia no es retórica. Es la respuesta del logos a la etología del toro. En el ruedo reinan las reglas. Si surge la belleza no será perceptible para quien las desconozca. No hay belleza sin educación previa. En los Toros, la belleza es la respuesta fácil que acalla las preguntas complicadas. Antes que de educación, convendría hablar aquí de «iniciación». La excepcionalidad de la corrida de toros se basa en una transgresión fundamental. En la sociedad del simulacro y de la realidad «virtual», la corrida expone, única, la obscenidad de la muerte. La conciencia del aficionado más básico debe estar modelada por esta sagrada premisa.

Intuí desde un principio que las palabras básicas, contradictorias, conflictivas que denotaban la corrida de toros, muerte, peligro, belleza, tragedia, sangre, entusiasmo, aburrimiento, vulgaridad, cutrez, verdad, mentira… perdían todo sentido consideradas una por una. La corrida de toros es, parodiemos a Marcel Mauss, un «hecho existencial total». Por ello, siempre resultará un proyecto aporético intentar explicarla. Las circunstancias actuales me empujan a procurar entender lo que ella explica de mí.


2)    ¿Qué opina de las circunstancias actuales que están viviendo las fiestas de toros?

La sensibilidad zoófila se ha apoderado de los siquismos humanos. Se trata de una ruptura epistemológica y deóntica brutal. La temática de los llamados derechos animales ocupa el primer plano de las preocupaciones en la sociedad posoccidental. Una sociedad ilusa, atomizada en mónadas egoístas, de pronto asustada por el pitón buido de la razón y tentada por el necio refugio en el cascarón de las creencias autocompasivas. Algunos piensan así conjurar la violencia intraespecífica que define nuestra condición. Califican de culminación del proceso de civilización lo que son, al contrario, los síntomas de su crisis agónica. Sus salmodias lastimeras calan hondo en un abanico que va desde el fervor místico a la indiferencia benevolente. Tal ideología se extiende de forma viral y hace buena las teorías de Richard Dawkins sobre la replicación cultural de los llamados «memes».

Mientras, buena parte de la afición honra el verso machadiano y «desprecia cuanto ignora». Nada quiere saber sobre sus adversarios, ni quiénes, ni cómo, ni cuántos. Semejantes tropas suelen ser el plato favorito de los desastres. Piensan enfrentarse a una secta necia y minoritaria. Y sin embargo ven, día tras día, los estragos de su capacidad de influencia, ven como la sociedad se define mayoritariamente opuesta o indiferente a los toros. La pereza discursiva se acuerda entonces del viejo compló judeomasónico, resucitado hoy en catalanopodemita. Aires de caverna miope y oscurantista  soplan sobre tal afición.

Creen defender la Fiesta y la trivializan. Son los primeros en tapar su grandeza. Su  rancia retórica oculta el temor a enfrentarse a la gravedad de esta relación a vida o muerte con «la sustancia peligrosa de los seres vivos», palabras de Lévi Strauss. Hace años que afirmo que todo aficionado dotado del cupo neuronal reglamentario es alguien que sólo puede cabalgar inconfortablemente en el filo de la navaja entre el Sí y el No. Quienes no renunciaremos nunca a «la funesta manía de discurrir» sabemos que la corrida de toros es un terrible lecho de Procusto para la mente humana. Formo parte de quienes, al final, consideran no obstante que la aportación de los toros a la inexplicable anomalía humana inclina positivamente el fiel de la balanza.
 
 Revista de Estudios Taurinos

La paleoantropología y la biología evolutivas, la ecología del comportamiento, las neurociencias son cada vez más aptas para desbaratar las obsesiones antropomórficas del lamento animalista. Tal afirmación sólo le puede resultar contraintuitiva al dueño de un cerebro previamente colonizado por semejantes dogmas. No soy el primero en negar toda dualidad ontológica de las sustancias entre el hombre y el animal. O en recusar la intervención de toda trascendencia  en el debate. Pero precisamente porque el hombre ocupa, en tanto que uno más en la cadena de los seres vivos, su sitio en la evolución del genoma, es más fácil evidenciar la inconmensurabilidad de destino entre cualquiera de las especies animales y los factores autopoiéticos y emergentes que propiciaron la particularidad humana. Sólo desde la fe antropomórfica se puede pretender que las citadas ciencias contribuyen a borrar las fronteras entre hombre y animal. Creo que, muy al contrario, van afianzando cada día la realidad de una frontera tan inexorable como irreductible.

Un buen natural, siempre que el toro «no se deje» ¡claro!, puede calificarse de neguentrópico. El toreo sirve para reactivar en cada ocasión el núcleo fisible del tiempo y de la muerte. El bifaz lítico anunció la hominización. Chronos/Thanatos configuran el bifaz existencial que anuncia y fataliza la humana condición. El primate se hominizó cuando accedió al tiempo, es decir a la convivencia -¿la connivencia?- con la muerte. Tiempo y muerte sedimentaron durante milenios en el espesor geológico del lenguaje. Por eso no debemos dudar de que el contenido existencial de cada especie reside por entero en lo que cada ejemplar sea capaz de decir de sí mismo. De modo que el toro muere, pero sólo el hombre es mortal. La «creación» es muda, los animalistas burdos ventrílocuos.

Ni siquiera el hombre acaba de acceder a la total conciencia de su finitud. Su animalidad constitutiva le borra parcial y afortunadamente la nitidez de su horizonte mortal. Si tuviéramos cabal conciencia de tal e inmenso absurdo, la vida se nos haría literalmente imposible. Los ingenuos siempre pensaron que el devenir de la especie iría aportando paz y respuestas a sus preguntas. El devenir sólo invalida las viejas respuestas y carga de tormentas las nuevas preguntas. Prohibir la corrida de toros no supondría acabar con una respuesta inconveniente sino abortar una pregunta necesaria. La corrida de toros, es así la mejor vacuna contra las ilusiones mortales de quienes esperan respuestas desde el porvenir o la historia. En nuestro tiempo, como en el de los estoicos, la respuesta no tiene pregunta, la pregunta no tiene respuesta y sólo cabe confiar en la capacidad torera del alma propia.

3)    ¿Qué soluciones daría para incentivar en la sociedad del siglo XXI las fiestas de toros?

Muchas cosas deberían cambiar para que la corrida de toros saliera viva del siglo XXI. Me pierdo en la historia del hombre y me voy sin evocar siquiera la necrosis interna de la Fiesta actual, sus menguantes públicos papanatas, sus  toros precocinados y su toreo fraudulento. Suena el tercer aviso sin tiempo para explicar por qué, cualquier medida positiva en los toros, sería siempre aquella que suscite el rechazo unánime de empresarios, ganaderos y toreros. Si la Fiesta Brava puede salvarse lo tendrá que hacer contra todas sus letales rutinas. De momento la única pregunta seria es la de saber quién acabará primero con los ritos táuricos, si el cáncer en las propias entrañas o la agresión exterior. No por ello debe aflojar nuestra voluntad de defender la tauromaquia. Recordemos a Camus y «El mito de Sísifo ». Vivimus quia absurdum.

Animalotes y animalitos en el metro de Madrid