Cartel anunciador (liberalmente escrito)
del concierto censurado
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Al lado de los nuevos liberales, los viejos falangistas parecen una comuna hippy de Oregón.
Es la sensación de haber pasado de una dictadura fascista que permitía todos los caprichos salvo militar en el PC a una democracia liberal que, salvo militar en el PC, prohíbe todos los caprichos.
Por Manuel M. Cascante acabo de saber de una socióloga experta en ciudades que dice que “Madrid tiene el estigma de haber sido la capital de la dictadura, y eso sigue pesando”.
¿Cómo que si “pesa”?
Todo el programa del liberalismo madrileño se reduce a un punto: que no le digan “facha”.
El arreglo pasa por adquirir los tics de la izquierda (freudianamente castradora): controlar, prohibir, dictar… Por ejemplo, examinar a los músicos callejeros, nueva medida municipal del gobernador cultural de Madrid, Villalonga, que no ha leído a Verlaine (“musique avant toute chose”), ni falta que le hace para enviar a su pianista, Zímozi (Timothy Chapman), que ha sembrado de pianos de cola el centro de la ciudad, a pedir el carné de solfeo a los flautistas que en cada esquina sueñan con apoderar un día a José Tomás, como fue el caso de Salvador Boix.
Un liberal así es Juan Soler, que fue de alcalde esperanzista al Getafe bizarro de Pedro Castro con una revolución modernona cual Jamie Oliver y su Food Revolution para los gordos de Virginia.
Este verano, Soler impidió actuar (“con ese nombre”) a una banda veinteañera de rock setentero, que iba a tocar gratis (esto no le escandalizó), por llamarse “Vucaque”: venía de tocar en todas las salas de Madrid, y en Madrid ganaría al día siguiente el concurso nacional de grupos emergentes para representar a España en Alemania. Al afearle el periodismo la censura, Soler se defendió con un montón de aspavientos progresistas, pero la banda damnificada, que me toca de cerca, sigue esperando del alcalde un “ola k ase”, que que propongo como “laissez faire, laissez passer” de estos nuevos liberalones.