Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Nadie apostaba un euro por nosotros como nación y, en cosa de cuatro días, entre la cadera del Rey y la protrusión de Bale, estamos en un tris de vertebrar España.
Todos los tertulianos se han hecho cofrades de la canina y van por las radios y las teles con la bata de Cary Grant en “La fiera de mi niña” (“Bringing Up Baby”, de Howard Hawks).
Hasta Florentino Pérez, hombre inteligente y serio donde los haya, ha tenido que pasar por el “Larry King Live” carpetovetónico a debatir de la radiografía de Bale, cuyos huesos ya han levantado en el Reino Unido más polvareda que los de Tom Paine, el hombre al que Lafayette confió la llave de la Bastilla que había de regalarle a Washington, a quien finalmente escribió una carta que terminaba famosamente así:
–En cuanto a vos, traidor en la amistad privada e hipócrita en la vida pública, el mundo no sabrá decidir si sois un apóstata o un impostor; si habéis abandonado los buenos principios, o si los habéis tenido alguna vez.
Paine escribía tan bien como Ortega, pero, al ser anglosajón, no recibió consideración de filósofo máximo de su nación, que tampoco sabemos bien cuál era.
De la importancia de escribir bien en España (a efectos filosóficos) da fe una anécdota de Pemán con el autor de “La España invertebrada”. Pemán había llamado “taurino” a Ortega, y una señora le acusó de “trivializar” España. Pemán contestó a la señora con unas frases de Ortega: “Soy madrileño, y una de las figuras más típicas de Madrid es ese chico que desde el tendido se arroja al ruedo. Yo soy de por vida ese chico de la blusa, y no puedo contemplar un problema astifino sin lanzarme hacia él insensatamente.”
–Si yo hubiera escrito eso –resume Pemán–, me dirían que era una trivialidad. Como lo escribió Ortega, dirán que es filosofía.
Entre protrusión y protrusión, Aznar ha querido ir con Rajoy de demócrata radical, como Tom Paine, pero se ha quedado en el chico de la blusa de Ortega.