miércoles, 9 de octubre de 2024

¡Viva Méjico!



Martín-Miguel Rubio Esteban

Doctor en Filología Clásica


No ha habido cosa más contraproducente y absurda para la diplomacia que entrar en la disquisición histórica por los malos modales del gobierno mejicano, no invitando al Rey de España a la toma de posesión al cargo de la nueva presidenta del país, Claudia Sheinbaum, como si Felipe VI fuese el mismo emperador Carlos. Porque los rencores absurdos a la conquista de España de Méjico son ridículos y absurdos descontextualizándolos del no pequeño hecho de que ocurrieron hace quinientos años, recién salida España de la Edad Media, y defenderse de las majaderías anacrónicas de López Obrador defendiendo nosotros cerradamente a Cortés es abrir una batalla sin solución ética ninguna. Es verdad que España hizo menos daño que los demás imperios europeos en su conjunto, pero tampoco podemos negar que abusamos de los conquistados y destruimos civilizaciones, aunque bien es verdad que no con la pasión que destruyeron tanto a los indígenas como a las culturas precolombinas los propios criollos, ya independientes. Seamos moderados en nuestra respuesta ante las delirantes e infumables declaraciones del gobierno mejicano, que gracias a Dios tampoco es el todo Méjico enamorante y maravilloso, y aún poseedor de un genio misterioso y sublime. El Rey de España, cuando visite Méjico por cualquier otro asunto, debe llevar un gran ramo de flores para ponerlo en la tumba del buen cura Hidalgo, padre de la independencia, quien no hizo otra cosa que defender a los indios con la doctrina política de los españoles del siglo XVI, egresada de la excelsa Universidad de Salamanca. Es verdad que Hernán Cortés, que sabía escribir en un latín perfecto, se encontró en la gran ciudad real de Tenochtitlán, prácticas masivas de canibalismo y sacrificios humanos, sacando los sacerdotes corazones palpitantes de cautivos en honor de los dioses invisibles del cielo, con cuchillos de obsidiana verde, tan finos como una hoja de papel, pero también había por la misma época sacrificios en masa en la vieja España, como los había en la Plaza Mayor de ciudades como Madrid y Valladolid, delante de los obispos y del rey, cuando la Inquisición quemaba a los luteranos vivos, con mucho lujo de leña y de procesión, y veían aplaudiendo las grandes señoras madrileñas y vallisoletanas desde sus balconadas. La superstición y la ignorancia hacen bárbaros a los hombres en todos los pueblos, también en España, en todos los sitios del mundo, y de los indios ya hemos dicho más de los justo los españoles durante cinco siglos. Torpe es exagerar los vicios y aberraciones de un pueblo vencido, so pretexto para explotarlo mejor y más cruelmente, como ya afirmaba el sacerdote Bartolomé de Las Casas, hombre feo, narigudo, confuso y precipitado, pero de ojos limpios y alma sublime. Cuando los aztecas aplastaron el gobierno de los pacíficos chichimecas gobernaron tiránicamente como comerciantes, juntando riquezas y oprimiendo el país; y cuando llegó Cortés con sus españoles, venció a los aztecas con la ayuda de los cien mil guerreros indios que se le fueron uniendo, a su paso por entre los pueblos oprimidos. El pueblo oprimido vio en los soldados españoles la ayuda del dios Quetzalcoatl que les enviaba para librarse de la tiranía azteca. ¡Qué hermosa era Tenochtitlán, la ciudad capital de los aztecas, cuando llegó a Méjico el valiente bachiller de Salamanca! La ciudad parecía siempre como en feria. Las calles eran de agua unas, como Venecia, y de tierra otras; había muchas plazas espaciosas sombreadas con arboledas. Por los canales andaban las canoas y había tantas que se podía andar sobre ellas, como sobre la tierra firme. Por una esquina salía un grupo de niños traviesos camino de la escuela, disparando con sus cerbatanas semillas de fruta, o soplando a compás en sus pitos de barro. En la escuela aprendían oficios de mano, baile y canto, a trabajar la tierra, y también a luchar con lanza y disparar las flechas, que todo hombre debe saber defender su honor y luchar por su país. Una bella dama veía con orgullo en una peluquería su rostro reflejado en el espejo de piedra bruñida, donde veía sonriente su piel de melocotón con más suavidad que en el cristal. Un grupo de curiosos estaban parados en la calle viendo pasar a dos recién casados, con la túnica del novio cosida a la de la novia, como para pregonar que estaban juntos en el mundo hasta la muerte. Un criado llevaba en un jaulón de carrizos un pájaro de amarillo de oro, para la pajarera del rey, que tenía muchas aves, y muchos peces de plata y carmín en peceras de mármol, escondidos en los laberintos de sus jardines. Pero Tenochtitlán ya no existe. De toda aquella grandeza apenas quedan en el Museo Arqueológico unos cuantos vasos de oro, unas piedras de obsidiana pulida, y uno que otro anillo labrado. De ese lado de Méjico, en donde vivieron todos esos pueblos de una misma lengua y familia que fueron conquistando el poder por todo el centro de la costa del Pacífico en que estaban los nahuatles, no quedó después de la conquista una ciudad entera, ni un templo entero. Pero las mismas ruinas de Cholula, de Centla, de Palenque, de Sayil, de Uxmal, o de Chichén-Itzá, están gritando a nuestros oídos el nivel de civilización que tenían aquellas gentes que las levantaron. ¿Quién trabajó las estatuas de Chichén-Itzá? ¿Adónde ha ido el pueblo fuerte y gracioso que ideó la casa redonda del Caracol, la casita tallada del Enano, la culebra grandiosa de la Casa de las Monjas en Uxmal? ¿Dónde están los descendientes de los arquitectos superdotados de Palenque? ¿Dónde quedó, en fin, el genio mejicano precolombino para que ahora lo gobiernen estos mequetrefes, descendientes de nuestros conquistadores? No todos los conquistadores sabían latín ni habían estudiado en Salamanca. Muchos soldados de la conquista americana, antiguos ganapanes, provenían de los pueblos más hondos de España, en donde la Edad Media aún persistía con su servidumbre social en todo su esplendor, y su dicotomía de siervos y nobleza. Mucha de la soldadesca conquistadora provenía de los destripaterrones, que convertidos en América en señores de indios reproducirían los peores usos sociales del hidalgo rencoroso. Pobres indios los que cayeran bajo la férula de un castellano paupérrimo, descendiente de siervos, y lejos de la justicia del Rey. 


[El Imparcial]