domingo, 20 de octubre de 2024

Cary Grant



Ignacio Ruiz Quintano

Abc Cultural


         De Cary Grant, en el lecho de muerte, a su hija Jennifer: “Amadísima Jennifer, vive tu vida plenamente, sin egoísmo. Sé comedida, respeta el esfuerzo ajeno. Esfuérzate por lograr lo mejor y el buen gusto. Mantén el juicio puro y la conducta limpia. Da gracias por los rostros de las personas buenas y por el dulce amor que hay detrás de sus ojos... Por las flores que se mecen al viento... Un breve sueño y despertaré a la eternidad. Si no despierto como nosotros lo entendemos, entonces seguiré viviendo en ti, amadísima hija.”


         –En cierto modo, suena a católico –comenta el periodista Peter Seewald, que ha entresacado los párrafos de la carta del actor, al cardenal Joseph Ratzinger en una de sus inteligentes conversaciones.


         –En cualquier caso, es una carta preciosa. Si era católico o no, lo ignoro. Ciertamente es la expresión de una persona que se ha vuelto sabia, y que ha recibido el sentido del bien e intenta transmitirlo, además, con una amabilidad asombrosa.


         Hace tiempo que uno sólo descree, persuadido por el muy chinche Antonio D. Olano, que lo aprendió de Picasso, de dos clases de artistas: los toreros norteamericanos y los cineros españoles. Esta actitud le evita a uno poner los ojos en blanco cuando el cinero Bardem, para entusiasmo de nuestros agnósticos –“angósticos”, dicen los líderes sindicales– declara con ánimo de proporcionar un titular científico: “No creo en Dios, pero creo en Al Pacino”.


         ¿Y tanto jaleo en Hollywood para eso?


         –Tan sólo el hombre inteligente y el estólido saben ser sedentarios. La mediocridad es inquieta y viaja.


         Eso escribió Gómez Dávila, que también dejó escrito que al que nace sin talento alguno se le debe aconsejar una carrera científica. Estoy pensando en nuestro señor el ministro de la Salud –“la Salut”, dice él–, D. Bernat, un “angóstico” que, con metro y jaboncillo, anda midiéndoles el lomo a las señoras, por ver si son diábolo, cilindro o campana. “Si eres campana, ¿dónde está el badajo?”, preguntaba Quevedo a la del guardainfante.


         D. Bernat, que, como Bardem, es viajero y podría caer en Mississippi, donde estudian impedir a los gordos el paso a los restaurantes, no sabe que hay dos cosas que le gustan a casi todos los hombres y que ninguno confiesa: las mujeres gordas y la ópera italiana. D. Bernat es el demócrata que olvida que la democracia ignora la diferencia entre verdades y errores: sólo opiniones populares e impopulares.