Hughes
La gente se pone realmente pesada con las bodas. Antes uno se casaba sobriamente y se iba a Canarias de viaje y ya. Ahora no, ahora la boda es un compleja sucesión de microrritos que se van engarzando rítmicamente. Se va imponiendo la boda Farruquita, aunque se haga en plan pijo y casarse resulta una gymkana de rituales personalizados con incierto significado antropológico. Partir la tarta de boda a dúo con un espadón que ni la tizona, por ejemplo, es uno menor. Hay novios que ya no se contentan con Dios, toda su familia y El Escorial, ahora las locas del bodorrio salen con sus vestidos a la calle. Se fotografían en los Calatrava, tan nupciales. Posan muy intensas en atardeceres de tecnicolor como Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó. Se cuelgan del Tajo de Ronda. Salen de las cataratas. Se adentran en los mares. A esa tendencia que se viene encima le llaman Trash the dress y deconstruye la solemnidad de la boda y la inmaculada pasividad que simbolizaba el traje. Chicas malas rasgan finalmente los Rosa Clará. O chicas menos malas se funden en un beso paradisíaco que brinda al noviazgo un final de excitante romancitismo peliculero. A veces parece kitsch, otras Riot. El caso es que el otro día se ahogó una novia canadiense por meterse en un lago con su traje blanco. No sabemos si su viudo la ha enterrado vestida de novia. Ni queremos pensarlo.
En La Gaceta