Abc
La señal de la vulgaridad en nuestras vidas es esta necesidad mediática de consumir cada día un hito histórico, desde la diada independentista en Barcelona a un festival taurino en Nimes donde los espectadores consumaron el año olímpico indultando al toro que saltó al callejón, que para casta, el toro que salta.
Del salto de Alvarado en la Noche Triste al salto del Parladé en la Mañana Feliz.
He ahí el recorrido de España.
–Se necesita persona instruida en Historia para conversar una hora diaria sobre la decadencia de Bizancio –rezaba un anuncio que Julio Camba recogió del “Morning Post” en Londres.
En España ese capricho intelectual lo hemos satisfecho con una ley de memoria histórica en virtud de la cual por el mar corren las liebres y por el monte las sardinas.
Nuestro modelo no es Heródoto, rico en anécdotas; ni Tucídides, un loco de la exactitud. Nuestro modelo es Lysenko, cuyo lysenkismo o agrobiología delirante se impone como agronomía de Estado, mientras los auténticos biólogos son perseguidos y los manuales escolares, las enciclopedias y los cursos universitarios, expurgados de cualquier referencia a la ciencia verdadera, burguesa y opuesta a la ciencia proletaria.
Esta cultura de lo Absoluto viene de Hegel, el filósofo en el que José Tomás dice sustentar su toreo, que definió su Idea, intraducible, y aquí quiero ver a Joaquín Moeckel, así: “Der Begriff der Idee, dem die Idee als solche der Gegenstand, dem das Objekt sie ist.”
Con eso, los austriacos han convertido a Beethoven en austriaco y a Hitler en alemán, y nosotros, al abuelo de Zapatero en el Santiago de la batalla del Ebro.
¡Y pensar que El Gallo, sólo por cuatro ortegajos de Ortega, soltó su “tié que haber gente pa tó”!