Cristina Losada
Libertad Digital
Hay personas con un don inspirador, una cualidad luminosa que se
presenta con desapego y afecto, y quizá se llame empatía. Horacio
Vázquez-Rial, nuestro Horacio, era una de ellas. Como todas las grandes
personas, no se daba importancia, pero qué duda cabe de que la tenía.
Involucrado en los conflictos y pasiones de su tiempo, su trayectoria
vital resulta inseparable de su andadura intelectual y política. Su
amplia y premiada obra literaria y ensayística da buen testimonio de
ello. Era una personalidad indagadora, de las que tienen una tendencia
irrefrenable a cuestionar las ideas establecidas. No paró de hacer
preguntas y buscar problemas.
Había nacido, como él decía en broma, en el Centro Gallego de Buenos
Aires. Fue allí, en la capital argentina, donde atendió la llamada
romántica de la Revolución, que luego novelaría. Se hizo trotskista, del
ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo) para más señas. Muchos años
después, sostendría que el trotskismo, por su costumbre de someterlo
todo a crítica (algo que vinculaba al pensamiento judío), le llevaba a
uno hacia la derecha con la ayuda del tiempo y, me atrevo a añadir con
algún conocimiento de causa, de ciertas experiencias.
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