jueves, 3 de mayo de 2012

Pintan bastos



¿Pero no habían superado los Bancos Españoles todos los  exigentes test de stress? ¿No estaba garantizada su solvencia y liquidez en el peor de los escenarios posibles? ¿No están garantizados nuestros ahorros por el Estado?

¿Por qué ahora necesitan urgentemente otros ochenta mil millones de euros?

¿Pero no era su majestad y su familia un modelo de compromiso con España y ejemplo de todas las familias españolas?

¿Pero qué ha pasado en este mes?

¿Por qué se nos ha despertado tan súbitamente?

Mi generación, la de Zapatero, la chiripitifláutica, ha vivido en el candor, en la creencia de que las cosas siempre han de ir a mejor. De que la bondad rige el mundo y la maldad siempre es vencida. En esto nos instruyeron nuestros mayores. Cuando nos instruían, apenas habían pasado una veintena de años en que la guerra había devastado España y Europa. Nuestros instructores habían vivido los desastres de la guerra y querían formarnos como si nunca hubiese existido tal ignominia, tal vergüenza. Querían protegernos del odio, querían protegernos para que creciésemos en la felicidad. Tal y como se hace con los niños cuando se les instruye por medio de cuentos y se les hace creer en los reyes magos.

El crecimiento económico interrumpido desde nuestro nacimiento, allá por los sesenta, hasta hace unos años, ayudó a nuestros padres a darnos más y más caprichos. Así se pasó del burro al Seat seiscientos, del refajo al bikini, del puchero al duralex y del hambre a la dieta. Nuestros padres y nosotros volvíamos a los pueblos donde aún vivían nuestros abuelos a hacer picnic, con nuestras sillas plegables y nuestras neveras portátiles. Nuestros abuelos, enjutos, agrietados y resecos, acompañados de sus mulos y burros miraban atónitos a la pandilla de veraneantes en que se habían convertido sus descendientes. Nuestros abuelos que habían estado en la guerra de África como soldados y los padres de nuestros abuelos en la de Cuba, y nuestros tíos en la de Ifni, no tenían ni un ápice de candor, pero les parecía bien nuestra felicidad, aunque les pareciésemos un poco ridículos, pero qué se sabrían ellos si eran prácticamente analfabetos.

Pues ahora resulta que nuestros analfabetos y refajaos abuelos de los que nos reíamos porque no se fiaban de llevar el dinero al banco, porque no gastaban más de lo que tenían y porque procuraban autoabastecerse, resulta que no andaban tan desencaminaos.

Resulta también que nuestros gobernantes jamás en la historia se habían encontrado con una población tan candorosa, tan dispuesta a comulgar con las ruedas de molino de la soberanía popular, la monarquía parlamentaria y de nuestro solvente sistema financiero.

Pero para nuestra desgracia, y la de nuestros gobernantes,  la realidad, que se nutre de acontecimientos y no de voluntades políticas tal y como les gustaría a nuestros próceres, se nos impone súbita e incontestable.

Nuestros abuelos y padres tenían ya prevista la desgracia y por esto actuaban con cautela y no compraban sillas de camping ni acampaban en la era. Nosotros no teníamos prevista la desgracia; es más, la considerábamos imposible.

Ahora, como dirían nuestros abuelos, pintan bastos.