jueves, 3 de mayo de 2012

Nuestra pica en Flandes

La nasa de Cocú

Jorge Bustos

Ámsterdam es la capital de Holanda, que es el país con el que perdimos una guerra penosa pero al que ganamos también un jubiloso Mundial. Se la conoce también con el nombre un tanto genérico pero exacto de Países Bajos, y los llaman así porque allí el pavimento corre tan a ras de mar que al final el agua ha acabado metiéndose por todas partes y obligado a sus habitantes a urdir una dedálica geometría de ríos urbanos para canalizarla. Del fondo legamoso y turbio de los canales suelen rescatar los gendarmes todas las mañanas un número constante de borrachos o de fumetas, o de borrachos fumetas, normalmente turistas todavía abrazados al manillar de una bicicleta que no supieron girar a tiempo, persuadidos como irían por el hada verde de Jamaica de que si seguían pedaleando flotarían como Elliott con E. T. Pero el Gobierno holandés se ha cansado de pescar a discípulos de Bob Marley desparramados por los canales porque sus cuerpos quedan tan desmejorados que ni siquiera resultan provechosos para las prácticas universitarias de anatomía que tan bien pintó el maestro Rembrandt. Hartos de que el reclamo de la ciudad no lo constituya precisamente el excelso artista que comparte con Velázquez la cima de la pintura universal, sino más bien las drogas, las putas y las bicicletas –por estricto orden de degeneración moral–, han decidido vetar a los extranjeros la entrada a los coffee-shops, una suerte de cafeterías plutónicas donde cualquiera puede comprar hachís como si fuera sacarina y fumarse unos canutos como las mangas de un bombero. La medida debía entrar en vigor en enero, pero se ve que la interpretan un poco al estilo del capitán Renault de Casablanca –gritando: “¡Qué escándalo, aquí se fuma!”–, con su vista gorda aparejada. Parece que se han puesto serios con el veto desde ayer mismo, una vez se cercioraron de que yo ya volaba de regreso.

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