viernes, 26 de junio de 2009

LA NOCHE TRISTE




Cómo acordamos de nos ir huyendo de México,

y lo que sobre ello se hizo

30 de Junio de 1520






Bernal Díaz del Castillo


Como vimos que cada día iban menguando nuestras fuerzas, y las de los mexicanos crecían, y veíamos muchos de los nuestros muertos, y todos los más heridos; e que aunque peleábamos muy como varones, no los podíamos hacer retirar ni que se apartasen los muchos escuadrones que de día y de noche nos daban guerra, y la pólvora apocada, y la comida y agua por el consiguiente, y el gran Montezuma muerto, las paces que les enviamos a demandar no las quisieron aceptar; en fin, veíamos nuestras muertes a los ojos, y las puentes que estaban alzadas; y fue acordado por Cortés y por todos nuestros capitanes y soldados que de noche nos fuésemos, cuando viésemos que los escuadrones guerreros estuviesen más descuidados; y para más les descuidar, aquella tarde les enviamos a decir con un papa de los que estaban presos, que era muy principal entre ellos, y con otros prisioneros, que nos dejen ir en paz de ahí a ocho días, y que les daríamos todo el oro; y esto por descuidarlos y salirnos aquella noche. Y demás desto, estaba con nosotros un soldado que se decía Botello, al parecer muy hombre de bien y latino, y había estado en Roma, y decían que era nigromántico, otros decían que tenía “familiar”, algunos le llamaban astrólogo; y este Botello había dicho cuatro días había que hallaba por sus suertes y astrologías que si aquella noche que venía no salíamos de México, y si más aguardábamos, que ningún soldado podría salir con la vida; y aun había dicho otras veces que Cortés había de tener muchos trabajos y había de ser desposeído de su ser y honra, y que después había de volver a ser gran señor y de mucha renta; y decía muchas cosas deste arte. Dejemos al Botello, que después tornaré a hablar en él, y diré cómo se dio luego orden que se hiciese de maderos y tablas muy recias una puente que llevásemos para poner en las puentes que tenían quebradas; y para ponerla y llevarla, y guardar el paso hasta que pasase todo el fardaje y los de a caballo y todo nuestro ejército, señalaron y mandaron a cuatrocientos indios tlascaltecas y ciento y cincuenta soldados; y para que fuesen en la delantera peleando señalaron a Gonzalo de Sandoval y a Francisco de Saucedo, el pulido, y a Francisco de Lugo y a Diego de Ordás e Andrés de Tapia; y todos estos capitanes, y otros ocho o nueve de los de Narváez, que aquí no nombro, y con ellos, para que les ayudasen, cien soldados mancebos sueltos; y para que fuesen entre medias del fardaje y naborías y prisioneros, y acudiesen a la parte que más conviniese de pelear, señalaron al mismo Cortés y a Alonso de Ávila, y a Cristóbal de Olí e a Bernardino Vázquez de Tapia, y a otros capitanes de los nuestros, que no me acuerdo ya sus nombres, con otros cincuenta soldados; y para la retaguardia señalaron a Juan Velásquez de León y a Pedro de Albarado, con otros muchos de a caballo y más de cien soldados, y todos los más de los de Narváez; y para que llevasen a cargo los prisioneros y a doña Marina y a doña Luisa señalaron trescientos tlascaltecas y treinta soldados. Pues hecho este concierto, ya era noche, y para sacar el oro y llevarlo y repartirlo, mandó Cortés a su camarero, que se decía Cristóbal de Guzmán, y a otros sus criados, que todo el oro y plata y joyas lo sacasen de su aposento a la sala con muchos indios de Tlascala, y mandó a los oficiales del rey, que eran en aquel tiempo Alonso de Ávila y Gonzalo Mejía, que pusiesen en cobro todo el oro de su majestad, y para que lo llevasen les dio siete caballos heridos y cojos y una yegua, y muchos indios tlascaltecas, que, según dijeron, fueron más de ochenta, y cargaron dello lo que más pudieron llevar, que estaba hecho todo lo más dello en barras muy anchas y grandes, como dicho tengo en el capítulo que dello habla, y quedaba mucho más oro en la sala hecho montones. Entonces Cortés llamó a su secretario, que se decía Pedro Hernández, y a otros escribanos del rey, y dijo: “Dadme por testimonio que no puedo más hacer sobre guardar este oro. Aquí tenemos en esta casa y sala sobre setecientos mil pesos por todo, y veis que no lo podemos pasar ni poner cobro más de lo puesto; los soldados que quisieren sacar dello, desde aquí se lo doy, como se ha de quedar aquí perdido entre estos perros”; y desque aquello oyeron, muchos soldados de los de Narváez y aun algunos de los nuestros cargaron dello. Yo digo que nunca tuve codicia del oro, sino procurar salvar la vida (porque la teníamos en gran peligro); mas no dejé de apañar de una petaquilla que allí estaba cuatro chalchihuites, que son piedras muy preciadas entre los indios, que de presto me eché entre los pechos entre las armas; y aun entonces Cortés mandó tomar la petaquilla con los chalchihuites que quedaban, para que la guardase su mayordomo; y aun los cuatro chalchihuites que yo tomé, si no me los hubiera echado entre los pechos, me los demandara Cortés; los cuales me fueron muy buenos para curar mis heridas y comer del valor dellos. Volvamos a nuestro cuento: que desque supimos el concierto que Cortés había hecho de la manera que habíamos de salir y llevar la madera para las puentes, y como hacía algo escuro, que había neblina e llovizna, y era antes de medianoche, comenzaron a traer la madera e puente, y ponerla en el lugar que había de estar, y a caminar el fardaje y artillería y muchos de a caballo, y los indios tlascaltecas con el oro; y después que se puso en la puente, y pasaron todos así como venían, y pasó Sandoval e muchos de a caballo, también pasó Cortés con sus compañeros de a caballo tras de los primeros, y otros muchos soldados. Y estando en esto, suenan las cornetas y gritas y silbos de los mexicanos, y decían en su lengua: “Taltelulco, Taltelulco, salid presto con vuestras canoas, que se van los teules; atajadlos en las puentes”; y cuando no me cato, vimos tantos escuadrones de guerreros sobre nosotros, y toda la laguna cuajada de canoas, que no nos podíamos valer, y muchos de nuestros soldados ya habían pasado. Y estando desta manera, carga tanta multitud de mexicanos a quitar la puente y a herir y matar a los nuestros, que no se daban a manos unos a otros; y como la desdicha es mala, y en tales tiempos ocurre un mal sobre otro, como llovía, resbalaron dos caballos y se espantaron, y caen en la laguna, y la puente caída y quitada; y carga tanto guerrero mexicano para acabarla de quitar, que por bien que peleábamos y matábamos muchos dellos, no se pudo aprovechar della. Por manera que aquel paso y abertura de agua presto se hinchó de caballos muertos y de los caballeros cuyos eran (que no podían nadar, y mataban muchos dellos) y de los indios tlascaltecas e indias y naborías, y fardaje y petacas y artillería; y de los muchos que se ahogaban, ellos y los caballos, y de otros muchos soldados que allí en el agua mataban y metían en las canoas, que era muy gran lástima de lo ver y oír, pues la grita y lloros y lástimas que decían demandando socorro: “Ayúdame, que me ahogo”; otros, “Socorredme, que me matan”; otros demandando ayuda a nuestra señora Santa María y al señor Santiago; otros demandaban ayuda para subir a la puente, y estos eran ya que escapaban nadando, y asidos a muertos y a petacas para subir, adonde estaba la puente; y algunos que habían subido, y pensaban que estaban libres de aquel peligro, había en las calzadas grandes escuadrones guerreros que los apañaban e amorrinaban con unas macanas, y otros que les flechaban y alanceaban. Pues quizá había algún concierto en la salida, como lo habíamos concertado, ¡maldito aquel!, porque Cortés y los capitanes y soldados que pasaron primero a caballo, por salvar sus vidas y llegar a tierra firme, aguijaron por las puentes y calzadas adelante, y no aguardaron unos a otros; y no lo erraron, porque los de a caballo no podían pelear en las calzadas; porque yendo por la calzada, ya que arremetían a los escuadrones mexicanos, echábanseles al agua, y de la una parte la laguna y de la otra azoteas, y por tierra les tiraban tanta flecha y vara y piedra, y con lanzas muy largas que habían hecho de las espadas que nos tomaron, como partesanas, mataban los caballos con ellas; y si arremetía alguno de a caballo y mataba algún indio, luego le mataban el caballo; y así, no se atrevían a correr por la calzada. Pues vista cosa es que no podían pelear en el agua; y puestos sin escopetas ni ballestas y de noche, ¿qué podíamos hacer sino lo que hacíamos? Que era que arremetiésemos treinta y cuarenta soldados que nos juntábamos, y dar algunas cuchilladas a los que nos venían a echar mano, y andar y pasar adelante, hasta salir de las calzadas; porque si aguardáramos los unos a los otros, no saliéramos ninguno con la vida, y si fuera de día, peor fuera; y aun los que escapamos fue que nuestro señor Dios fue servido darnos esfuerzos para ello; y para quien no lo vio aquella noche la multitud de guerreros que sobre nosotros estaban, y las canoas que de los nuestros arrebataban y llevaban a sacrificar, era cosa de espanto. Pues yendo que íbamos cincuenta soldados de los de Cortés y algunos de Narváez por nuestra calzada adelante, de cuando en cuando salían escuadrones mexicanos a nos echar las manos.










Acuérdome que nos decían: “¡Oh, oh, oh, cuilones!”, que quiere decir: Oh putos, ¿aún aquí quedáis vivos, que no os han muerto los tiacahuanes? Y como les acudimos con cuchilladas y estocadas, pasamos adelante; e yendo por la calzada cerca de tierra firme, cabe el pueblo de Tacuba, donde ya había llegado Gonzalo de Sandoval y Cristóbal de Olí y Francisco de Saucedo “el pulido”, y Gonzalo Domínguez, y Lares, y otros muchos de a caballo, y soldados de los que pasaron adelante antes que desamparasen la puente, según y de la manera que dicho tengo; e ya que llegábamos cerca oíamos voces que daba Cristóbal de Olí y Gonzalo de Sandoval y Francisco de Morla, y decían a Cortés, que iba delante de todos: “Aguardad, señor capitán; que dicen estos soldados que vamos huyendo, y los dejamos morir en las puentes y calzadas a todos los que quedan atrás; tornémoslos a amparar y recoger; porque vienen algunos soldados muy heridos y dicen que los demás quedan todos muertos, y no salen ni vienen ningunos.” Y la respuesta que dio Cortés, que los que habíamos salido de las calzadas era milagro; que si a las puentes volviesen, pocos escaparían con las vidas, ellos y los caballos; y todavía volvió el mismo Cortés y Cristóbal de Olí, y Alonso de Ávila y Gonzalo de Sandoval, y Francisco de Morla y Gonzalo Domínguez, con otros seis o siete de a caballo, y algunos soldados que no estaban heridos; mas no fueron mucho trecho, porque luego encontraron con Pedro de Alvarado bien herido, con una lanza en la mano, a pie, que la yegua alazana ya se la había muerto, y traía consigo siete soldados, los tres de los nuestros y los cuatro de Narváez, también muy heridos, y ocho tlscaltecas, todos corriendo sangre de muchas heridas; y entre tanto volvió Cortés por la calzada con los capitanes y soldados que dicho tengo, reparamos en los patios junto a Tacuba, y ya habían venido a México, como está cerca, dando voces, y a dar mandado a Tacuba y a Escapuzalco y a Tenayuca para que nos saliesen al encuentro. Por manera que nos comenzaron a tirar vara y piedra y flecha, y con sus lanzas grandes, engastonadas en ellas de nuestras espadas que nos tomaron en este desbarate; y hacíamos algunas arremetidas, en que nos defendíamos dellos y les ofendíamos (...) Digamos ahora, ¿qué es de muchos tlscaltecas que iban cargados de barras de oro, y otros que nos ayudaban? Pues al astrólogo Botello no le aprovechó su astrología, que también allí murió con su caballo. Pasemos adelante y diré como se hallaron en una petaca deste Botello, después que estuvimos en salvo, unos papeles como libro, con cifras y rayas y apuntamientos y señales, que decía en ellas: ¿Si me he de morir aquí en esta triste guerra en poder de estos perros indios? Y decía en otras rayas y cifras más adelante: No morirás. Y tornaba a decir en otras cifras y rayas y apuntamientos: Sí morirás. Y respondía la otra raya: No morirás. Y decía en otra parte: Si me han de matar también mi caballo. Decía adelante: Sí matarán. Y de esta manera tenía otras como cifras y a manera de suertes que hablaban unas letras contra otras en aquellos papeles, que era como libro chico. Y también se halló en la petaca una natura como de hombre, de obra de un jeme hecha de baldres, ni más ni menos, al parecer, de natura de hombre, y tenía dentro como una borra de lana de tundidor.”



Del Capítulo CXXVIII

De la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España,

el más hermoso español jamás escrito.

Bernal Díaz del Castillo