“El salmonete no es fresco si no muere a manos del comensal. En tanto muere, se observa deleitosamente al moribundo, en el cual la muerte, al luchar con la vida, va pintando extraordinarias mutaciones de color. Otras veces se les sazona en vivo y mueren sumergidos en el garo.
”Permitidme que con esta ocasión castigue la sensualidad y gula reinantes. Nada hay tan bello, exclaman los sensuales y golosos, como un salmonete expirante, fuera del agua. Por el esfuerzo en respirar, se pone primero de color purpúreo. Después, a tiempo que palidece, sus escamas adquieren rara policromía; y entre la vida y la muerte vagan sobre su cuerpo los más varios y tenues colores crepusculares.
”Soñolienta y como inerte antaño, la sensualidad ha despertado hoy día para darse cuenta tardíamente de que se le había defraudado tan singular placer. Hasta ahora sólo los pescadores podían gozar de ese pulcro e insuperable espectáculo; el salmonete moribundo. Y ahora se dice: ¿un pez cocido?, ¿un pez muerto? Nada de eso; el salmonete tiene que morir en la misma fuente o plato, delante de mis ojos.
”Antes contemplábamos, no sin cierta sorpresa, a ciertos individuos que no querían tocar un pescado, si no estaba pescado el mismo día y que en el paladar supiese, como ellos decían, a mar todavía. De las costas más cercanas a Roma era traído el pescado a la carrera por mandaderos desalentados, anunciándose a gritos, ante cuyo trote todos los transeúntes tenían que apartarse.
”¡Lo que va de ayer a hoy! Hay que ver los progresos actuales de la delicadeza. Para los hombres de ese tiempo un pescado muerto viene a ser ni más ni menos que un pescado pútrido. Pero –se les responde– se pescó hoy, de mañana. Y ellos replican: la cosa es demasiado grave para que te dé crédito a ti. No creo sino al pez mismo. Que nos lo traigan vivo y que expire siendo testigos nosotros. Ver y creer.
”Con semejante arrogancia ha osado llegar a manifestarse el vientre de los romanos exquisitos, que no aciertan a saborear un pescado, a no ser que en el propio festín lo hayan visto antes nadando; y a poco, palpitando agónico. A semejante preciosidad del placer han llegado los soberbios y ociosos, que día por día inventan y excogitan algo más nuevo y más selecto, como agitados por una especie de odioso furor hacia todo lo usadero y habitual.
”Antaño oíamos: nada más rico que el salmonete de roca. Hogaño oímos: nada es más hermoso que el salmonete moribundo; pásame la pecera, que lo veo girar gozoso y brillante, dentro del agua. Después de haberlo alabado a su satisfacción todos los comensales, se le extrae de su diáfano elemento vital. En este instante de la agonía del pez es cuando cada cual hace alarde de su mayor pericia estética; ve, dice uno, cómo el rojo flamígero se vuelve más vehemente que el más vehemente minio. Mira, dice otro, cuál se dibujan en sus flancos unas a manera de irisadas venas. No se dijera, interpone éste, sino que su vientre es pura sangre. Y prosigue aquél: ahora se le efunde un azul más lúcido que el azul celeste. Finalmente: ya se extiende rígido, ya se inmoviliza; ya le cubre una bella palidez de homogéneo marfil. Sin embargo, ninguno de estos individuos asistiría a la cabecera de un amigo en trance de muerte; ninguno acudiría al lado del padre que le reclama a su lado antes de exhalar el último suspiro. ¿Cuántos de ellos acompañarían a un amigo o pariente hasta la pira funeraria? En cambio, se congregan para contemplar fenecer un salmonete porque, afirman, nada hay tan hermoso. La indignación me arrastraría irrefrenablemente a servirme de palabras que exceden la acostumbrada corrección. No les basta a estos seres que en sus comilonas hallen satisfacción plena dientes, boca y vientre; son además golosos de los ojos.”
Séneca
Problemas o cuestiones naturales
Libro tercero