miércoles, 24 de junio de 2009

A HORACIO VÁZQUEZ-RIAL









(Peter Sloterdijk, que nunca obtendrá el Príncipe de Asturias para el que vanamente cada año un anónimo Tántalo lo nomina, arranca su famosa conferencia en el castillo bávaro de Elmau, Normas para el parque humano, con una cita del poeta Jean Paul, el del tremendo Discurso de Cristo muerto: los libros son voluminosas cartas para los amigos.

He aquí, para Sloterdijk, la esencia y función del humanismo: humanismo es telecomunicación fundadora de amistades que se realiza en el medio del lenguaje escrito.

Algo hay de eso.

Mi agradecimiento a Horacio Vázquez-Rial, el de la firme finura, que en
Libertad Digital publica un generoso artículo, La gente a la que leo, que me apresuro a enmendar en lo que me toca: mientras junio, ya marchito, sigue jugando en el aire, donde Horacio pone mi nombre, yo pongo el suyo con la intención de un gran abrazo.)









LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA
La gente a la que leo
Por Horacio Vázquez-Rial



Uno no sobreviviría a la prensa sin los columnistas: la información pelada no es información, y sólo cobra una cierta forma cuando se recibe algún comentario sobre ella. Aunque la gran mayoría de los que escriben en los periódicos suelen hacerlo en consonancia con el medio que los aloja: no porque nadie les obligue, sino porque son así.

Hay un mito persistente en ese sentido acerca del periodista que escribe al dictado. Cuarenta años de experiencia me permiten afirmar que son muy pocos los que escriben lo que no piensan.

Ahora bien: dentro de esa resina ideológica que segregan los diarios a modo de complemento de las noticias, a modo de tutor para que nadie pretenda interpretar lo comunicado a su propio modo, hay de todo. No voy a dedicar una línea a los que hacen labor negativa, ni siquiera por dar un ejemplo, porque todo el mundo sabe que, si quiere leer a un antisemita, lo conoce con nombre y apellido; o a un nacionalista periférico; o a un antiamericano. Pero se sabe menos de los otros. De aquellos cuya lectura es casi siempre esclarecedora, inteligente y personal, factor que determina que se muevan con facilidad de un medio a otro. Quiero enumerarlos sin orden jerárquico alguno, aunque voy a empezar por quien más ha cambiado de periódico en los últimos tiempos: Gabriel Albiac.

Los artículos de Albiac siempre me conmueven, incluso cuando no estoy de acuerdo con él. Pero no me conmueven porque el hombre sea un sentimental, sino por la enorme inteligencia que invariablemente encuentro en él. ¡Es un bien tan escaso! Jon Juaristi, aunque a veces sobrecargado de trabajo –ahora le ha tocado la Dirección de Universidades de la Comunidad de Madrid–, y escribiendo a la vez libros que no puede uno eludir si quiere entender algo de este país y del mundo, todas sus columnas son de agradecer por su excentricidad, empleada la palabra sin intención peyorativa: al contrario, Juaristi no mira desde un centro constante, es sensible a los cambios de la realidad y nos propone desplazamientos para considerarla: yo creo que, aunque en el camino del ensayo y hasta de la novela (magnífico siempre), nunca ha dejado ni dejará de ser un extraordinario poeta.

A Ángela Vallvey la conocí como novelista muy joven, la he seguido en la literatura y ahora disfruto como un loco de sus columnas, sobre todo porque, amén de sabiduría, tiene un maravilloso sentido del humor. Me gustaría verla en más papeles, pero es excesivamente incorrecta, como todos los de esta breve lista, y nadie quiere gente así.

José María Marco es uno de los poquísimos maestros que nos quedan, alguien a quien acudir en busca de señales reveladoras. Nadie tiene su capacidad para relacionar las enseñanzas de la historia con el presente, de hacer eso que dicen que hay que hacer con la historia pero nadie hace: ponerla como experiencia al servicio de la explicación de las cosas de hoy. Rara una columna suya en la que no aprenda algo.

De Arturo Pérez Reverte poco puedo aportar: todos sabemos quién es y hasta hay un número crecido de gente que sabe cómo es –o cree saberlo–: dudo de que haya alguien que esté leyendo ahora estas líneas que no haya leído al menos una de sus novelas. Pero léanle los fines de semana: es un hombre que dice lo que piensa, y si a veces se equivoca en algo, sabe rectificar. Excederse se excede siempre, felizmente, porque es un tipo excesivo y eso lo hace grande.

Aunque se prodiga poco –terceras de ABC– y su estilo algunos lo perciben oscuro –es, decir, de verdad, con un estilo propio–, Benigno Pendás tiene un poco de mago develador de porvenires y de anversos del presente. Sus análisis políticos merecen atención: se equivoca muy poco.

Hay muchas maneras de aprender español. La menos recomendable es a través de la prensa, pero, desaparecido Campmany, queda un maestro: Ignacio Ruiz Quintano. Cultísimo, singular, para muchos irritante, para otros esclarecedor, hable de lo que hable, desde la política hasta los toros, lo hace en la mejor lengua posible. Pero no sólo por eso hay que leerlo, sino porque es como el tábano puesto sobre Madrid para picarla y mantenerla despierta.

Serafín Fanjul, que también se prodiga menos de lo que sería deseable, es un sabio tanto en el sentido académico del término como en el personal. A veces, los que saben mucho se alejan del sentido común. Fanjul es un revolucionario del sentido común. Y una excepción en el mundo del arabismo, en el que la alianza de civilizaciones y otros chiringuitos ideológicos de la corrección y el multiculturalismo dan de vivir muy bien a unos cuantos.

Seguro que se me quedan más nombres en el vientre del ordenador, porque tintero no uso, incluso algún amigo. Pero éstos son los que más me gustan, los que me hacen mejor la vida, las cabezas que funcionan para nosotros y a las que deberíamos atender.

Lo digo desde una edad en que lo que prima en la vida, para desgracia de algunos autores y felicidad de otros, es la relectura. Y desde una época en la que se escribe demasiado y demasiado mal.