Pero la maniobra comunista tenía otro gran peligro en España, que era su
internacionalismo, difícil de separar, en la psicología popular, del
sentimiento español. El español, aun el de ideas más avanzadas, tiene
siempre un lastre de cualidades nacionales probablemente superior al de
casi todos los pueblos de Europa. Es
España, ciertamente, el país de los regionalismos: muchas veces he dicho
que el regionalismo es la manifestación más genuina y viva del alma
nacional, y basta para comprobarlo el ver la rigurosa distribución
regional que espontáneamente establecen los grandes grupos de españoles
emigrados en América. En América, se habla de italianos, de
franceses, de alemanes; pero cuando se trata de españoles, se habla de
castellanos, andaluces, catalanes, gallegos o asturianos. El atender a
las características regionales me ha parecido siempre, en España, no un
imperativo político, sino biológico. Ahora bien, el error de muchos ha
sido el tratar de infiltrar bajo la noble realidad regional la insinuación separatista.
El sentimiento nacional de España está hecho de espiritu regional,
prolongación del enorme sentimiento familiar del alma española; pero no
sólo no es, por ello, aquél menos fuerte, sino que en ello encuentra su
savia y su fortaleza. En cualquier población de América o en cualquier
gran capital de la España misma, con Madrid o Barcelona, los españoles
se reúnen, en efecto, por provincias en sus centros regionales, como
vastas familias que apenas se tratan con la vecindad. Pero ante la
nación en peligro, como tal nación, todos se unen, identificados en un
solo fervor; y acaso sea el peligro común el único modo eficaz de
unirlos políticamente.
Gran parte del entusiasmo de la España nacionalista de hoy está
suscitado por la idea de la unidad nacional ante el conato del
separatismo vasco (tan mal interpretado en el extranjero), en el que la ambición de un grupo exiguo de vizcaínos ha servido dolorosamente de instrumento al internacionalismo comunista.
Cataluña, en cambio, a pesar de estar oficialmente con los rojos, ha
tenido la intuición de no prestarse a esa maniobra; y esto tendrá,
evidentemente, una gran repercusión en el final de la guerra y en la
paz. Recordemos también aquí a Navarra, región vasca y de un hondo
regionalismo y que, sin embargo, ha jugado el papel primordial, como
región, en el movimiento nacionalista actual. Cuando en la primera
república de España hubo también un intento de separatismo en el
movimiento que se llamó «cantonal» el hombre que entonces representaba
al liberalismo y al republicanismo español, el gran orador Castelar,
pronunció un discurso famoso, declarando que ante su sentimiento
nacionalista renunciaría al liberalismo, a la democracia y a la
República. Hay en España muchos hombres de izquierda que saben de
memoria este discurso —harto más bello y más moderno que las proclamas
marxistas— y que ahora lo recitan con emoción.
Dos meses antes de ocurrir la revolución española escribía yo, en un
artículo que publicaron varios periódicos de Europa y de América, que si
el Frente popular español, entonces recién formado, no acertaba a dar a
su ideario y a su acción un sentido profundamente nacional, provocaría
el levantamiento de España. La profecía no tenía ningún mérito porque en
todas partes se recogía la hostilidad de los españoles no marxistas ante la táctica, notoriamente rusa, de aquellas agitaciones prerrevolucionarias,
que jamás tuvieron la sanción de los gobiernos. El hecho más
significativo, en este sentido, y que nadie ha comentado, es la actitud
de la juventud universitaria, que fue la fuerza de choque del movimiento
liberal contra la dictadura y el fermento entusiasta de los meses que
prepararon el cambio de régimen. Pero a partir del tercer año de la
República empezó a cambiar de orientación de un modo rápido, que por los
días de las elecciones del Frente popular, un profesor socialista, que
pocos años antes era el ídolo de los estudiantes, daba ahora sus
lecciones —y no siempre podía darlas— entre la hostilidad de su
auditorio; y me confesó que el 90 por 100 de sus alumnos era fascista.
Cualquiera de los profesores españoles pudimos comprobar este mismo
hecho. Hoy, una mayoría de nuestros estudiantes lucha como soldados
voluntarios en las filas nacionalistas. Muchos de ellos se habían
educado en un ambiente liberal y habían pertenecido, al comenzar sus
estudios, a las asociaciones estudiantiles liberales, y aun socialistas o
comunistas. Y son varios los jóvenes, entonces casi niños, a quienes
conocimos en la cárcel durante la dictadura, y que hoy son héroes, vivos
o muertos, de la causa antimarxista. Lo que les ha hecho cambiar es, sin duda alguna, el sentido antiespañol de la propaganda del Frente popular.
De que ésta era la fuerza principal del movimiento del general Franco
se dieron pronto cuenta los dirigentes comunistas. Por eso al comienzo
de la guerra su propaganda se dirigió, como todos recordarán, a
encarecer el ultraje que suponía para España el empleo del ejército
marroquí. Pero yo, que estaba entonces en la España roja, pude ver que
este argumento, perfectamente extranjero, no hacía la menor impresión en
los españoles. La lucha en común de españoles y marroquíes tiene una
tradición absolutamente nacional. Sólo
los que creen ingenuamente que la historia empieza en ellos y que el
pasado no cuenta para nada, ignoran que las hazañas más genuinamente
nacionales, como las campañas del Cid Campeador y la conquista de Granada, que puso fin a la Reconquista, se hicieron en parte con soldados africanos.
Cada español del lado rojo se sentía étnicamente más próximo a los
moros de enfrente que a los rusos semiasiáticos, que ya por entonces
inundaban su retaguardia.
El argumento que se ha esgrimido después es el de la invasión por las
tropas extranjeras. Convencidos los jefes rojos de la necesidad de
inyectar un sentimiento nacional a sus filas, han querido transformar la
guerra comunista en una guerra de liberación. El argumento ha tenido
mucho más éxito que en España misma en el extranjero, como era de
esperar. En España, no: porque los que viven rodeados de rusos,
franceses, checos, etc., y saben por propia experiencia lo que vale su
ayuda, no pueden juzgar con demasiada indignación el que en el otro lado
ayuden otros extranjeros. No hay
español que no tenga la conciencia de que la guerra que hace no es una
guerra civil, sino una lucha internacional y universal, cuya fase
militar se juega en los campos de España. Pero, además, a ningún
español, ni rojo ni blanco, le ha pasado un momento por la cabeza el
que, una vez terminada la guerra, pueda convertirse esta ayuda en una
ocupación territorial.
España tiene reciente el recuerdo de que la guerra de la Independencia contra Napoleón,
guerra eminentemente popular, cuyo espíritu pretenden resucitar los
comunistas, se ganó precisamente con la ayuda de un formidable ejército
inglés, mandado por uno de los más grandes generales del siglo. Y cuando
Napoleón fue vencido, el ejército amigo y su general se fueron de
España sin retener un solo palmo de terreno. Tampoco ignora el español
que en la gran guerra europea, departamentos enteros de Francia estaban
ocupados por ingleses y norteamericanos, que partieron también una vez
logrado el triunfo. A uno y otro lado de las trincheras españolas nadie
duda de que tanto los soldados internacionalistas que luchan con los
rojos como los italianos y alemanes que forman al lado de los de Franco
se proponen cosas muy distintas de la ocupación territorial. Esto, que
tanto alarma a los extranjeros, es lo único que no alarma a los
españoles. Y puede asegurarse que si alguna de las varías naciones que
tienen soldados en España lo intentara, se unirían marxistas y
antimarxistas para impedirlo, con el mismo terrible denuedo con que hoy
luchan entre sí. Hay un pedazo de roca española que ocupan los ingleses
desde un tiempo en que la nacionalidad de nuestra patria había casi
desaparecido, y no hay español que todavía no sueñe cada noche con
Gibraltar.
Lo importante no es, pues, la momentánea ayuda de hombres y material,
asunto que unos políticos inteligentes pueden arreglar desde afuera en
cuanto se pongan de acuerdo. Lo importante es la captación del espíritu.
Aunque en el lado rojo no hubiera un solo soldado ni un solo fusil
moscovitas, sería igual: la España roja es espiritualmente comunista
rusa. En el lado nacional, aunque hubiera millones de italianos y
alemanes, el espíritu de la gente es, con sus virtudes y con sus
defectos, infinitamente español, más español que nunca, Y es inútil
atacar con sofismas esta absoluta y terminante verdad, de la que
depende, desde antes del principio de la lucha, la fuerza de uno de los
bandos y la debilidad del otro. Si el
lema de «Arriba España», que hoy gritan con emoción muchos, muchos que
no son ni serán fascistas, lo hubieran adoptado las del bando de
enfrente, el tanto por ciento de sus probabilidades de triunfar hubiera
sido, por este simple hecho, infinitamente mayor.
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Publicado en la Revue de París en su número del 15 de diciembre de 1937
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Publicado en la Revue de París en su número del 15 de diciembre de 1937