Mayo, 1937
Gregorio Marañón
I
Sucede ahora con la revolución y guerra de España lo mismo que con todos los grandes acontecimientos históricos; mientras se desarrollan y hasta que pasa mucho tiempo después, los juicios sobre ellos se fundan en accidentes cargados de pasión —personal o de partido—, accidentes históricamente secundarios que ocultan, sin embargo, el verdadero sentido de los acontecimientos. Yo no pretendo estar exento de esa pasión, inevitable y en parte ajena a nuestra propia conciencia. Pero mi esfuerzo para hablar del problema en un plano objetivo tiene corno garantía el que no he pertenecido nunca a ningún partido político; y a que, en lo personal, mi formación de naturalista me ha acostumbrado a la observación fría de las cosas que suceden; y sobre todo al reconocimiento automático del error. El hombre de formación política considera como una humillación y como un suicidio el proclamar una equivocación. El naturalista, en cambio, sabe que muchas cosas que creyó verdaderas no lo son; y que para seguir buscando la verdad hay que eliminar los errores previos con toda naturalidad y con todo rigor. Esta actitud llega a convertirse en un acto reflejo, que se cumple sin tener en cuenta el que los amigos de antes nos acusen de traición ni el que los enemigos de antes nos acusen de advenedizos. Lenin, que fue el máximo discípulo de Maquiavelo (la psicología de Maquiavelo lejos de ser, como se cree, típicamente latina, tiene mucho de oriental), decía que en política el ser fiel al pasado supone muchas veces ser traidor al porvenir. Ésta, como tantas otras máximas maquiavélicas, es aceptable siempre que se añada algo que no contaba para Maquiavelo ni para sus discípulos, a saber: que el cambio en las ideas se justifique por una continuidad en la conducta. Lo que caracteriza a la política, en su sentido general, que ha sido universal y eternamente más o menos maquiavélica, es que niega y cuenta con las ideas y no con la conducta. Para el naturalista, la conducta lo es todo; y su conducta se estructura en torno del afán de la verdad y del desinterés para todo lo que no sea la verdad. Por eso, al naturalista no le importa lo que llaman las políticos equivocarse cuando esta equivocación se funda en la fidelidad a la conducta.
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Publicado en la Revue de París en su número del 15 de diciembre de 1937