lunes, 21 de noviembre de 2022

Plaza de San Boal


 

 

Vicente Llorca


“Y le respondió diciendo: Mi nombre es legión, pues somos muchos”.
(Mateo, 5:9)



Sigue el aire frío, una lluvia intermitente que cae todos los días. En la antigua Salamanca queda apenas un resquicio de la vieja ciudad en la portada de la iglesia de San Benito, siempre oscura, el bar Bolero al fondo de una calleja, el café Novelty en la plaza... Entre la procesión de turistas y las tiendas de recuerdos que ocupan ya, a todas horas, las calles.


Una mañana, la librería C., frente a la fachada de la Universidad, es un remanso en medio del desfile y los puestos de comida rápida. Alguien me contó que habían comprado hacía poco la colección completa de clásicos de la editorial Gredos. Me acerqué algún día pero estaba siempre cerrado. B., la dueña, me viene a decir que abre cuando hace buen tiempo. Esa mañana luce un sol frío, de otoño, y por eso está allí, detrás de una mesa caótica y una estantería en la que guarda algunas ediciones realmente raras. Ésas no las vende, me informa, fiel a una costumbre de librero de lance que agradezco en el fondo.


Toda la colección de Gredos, esas joyas de edición de los Ovidio, Herodoto, Aulo Gelio y aún Rutilio Namaciano están ya vendidas, me dice. En cambio, ha conseguido el catálogo de la biblioteca medieval de Siruela, no menos raro. Le compro la edición de Victoria Cirlot del Mabinogion galés, el repertorio de antiguas leyendas contadas originalmente en gaélico. Y en cuyas páginas asoma el paisaje bretón -no se sabe cuál sería anterior-, los primeros motivos artúricos, y un recuerdo como velado de una mitología celta y la epopeya de antiguos héroes y reyes de los britones de los que apenas tenemos noticia.

 
Fuera se oye el rumor de los grupos que pasan, y las voces de unos guías describiendo la fachada de la Universidad. B. tiene muchas otras cosas en las baldas. Pero la mayoría de las novelas de la editorial Áncora y Delfín o del Premio Formentor de narrativa las tengo ya. Una rarísima edición del poeta José María Hinojosa, publicada en Málaga en los años anteriores a la guerra, está dedicada a no recuerdo quién y no la había visto jamás. Pero el precio es insólito también y B. además no tiene ganas de desprenderse de ella, deduzco. Sí le compro otro raro Azorín, el "Cavilar y contar" del año 42. De cuando Azorín, de regreso de un París del que sólo ha visto los puestos de libros de la orilla del Sena y los restos del Segundo Imperio, vuelve al Madrid de la posguerra, un tanto hastiado de todo, y se dedica a escribir sobre sus amigos inmediatos. Y sobre la tertulia gris del café Belgrado, allá en la calle Alcalá, lejos de la contienda mundial que prosigue en las costas de Bretaña, las estepas ucranianas, al otro lado de la frontera.


La Plaza Mayor, a la salida, está ocupada por estudiantes con cámaras. En otra librería, en un pasaje también olvidado por las romerías, a la que acudo con cierta frecuencia -el café en la puerta es excelente- me miran con cierta sorna cuando una mañana les pregunto por varios títulos que creía desaparecidos para siempre. Tienen el Erwin Panofsky sobre "Los primitivos flamencos"; también su ensayo sobre iconología medieval, y aún el volumen de Aguilar de "El renacimiento meridional" de André Chastel, que me apresuro a adquirir antes de que entre en la librería otro orate. No tienen el raro libro sobre "El grutesco" de este último, pero me lo pueden conseguir en dos días, y en efecto a los dos días me llaman.

 

 


 
El local, luminoso y abarrotado de libros, está en una especie de sótano. Por los ventanales se ven los pasos en alto de quienes se dirigen a las oficinas de alrededor. O a los cursos de la Universidad Internacional, en el espléndido claustro del palacio Arias Corvelle, al final de la plaza. En un tiempo remoto aquello eran unos billares de permanente olor a rancio, siempre oscuros, en el subsuelo de la acera. Pero ahora ellos, afanosos libreros, no lo saben.


No tienen, y no se puede conseguir si no es a precio desorbitante, cuentan, ni el insólito estudio del erudito bizantino Pavel Florensky sobre la perspectiva de los iconos, ni aún menos el Stanislas Klossowsky sobre "El juego áureo", ambos de editorial Siruela. Lo escucho casi con una sensación de alivio. La Biblioteca de Babel no se halla aún en la plaza de San Boal, y en el fondo es un consuelo saberlo. Con la lluvia retomo a leer más tarde el Panofsky sobre la pintura flamenca, y su memorable ensayo sobre la cosmovisión de la perspectiva, posterior a Brunelleschi. Aún tengo reciente una visita al museo Groeninge de Brujas, y sus Van Eyck, Gerard David, Hans Memling y otros. Llovía también.


De camino otro día a la tertulia capitalina, acudo esta vez con el raro catálogo de una galería de arte malagueña, después de pasar la mañana con B. en la feria de arte antiguo. En cuyos fondos, puestos ahora a la venta, figuraban una magnífica estela egipcia del reino de Meroe; un no menos obsesivo Kylis griego, con las figuras de Ayax y Telamón en lucha. O un ladrillo paleocristiano del siglo III, en el que ya aparece el Crismón, la representación de la figura de Cristo -"El ungido"- en el cruce de las letras griegas X y P. Hay algo iniciático -de iniciación y de regreso a unos primeros tiempos- en ese emblema aún torpe en una época en la que el cristianismo busca sus propias figuras, sumergido todavía en una tradición absorbente de dioses, planetas y alegorías de la Antigüedad pagana.

 
En la tertulia, sin embargo, el erudito profesor García está desazonado con la publicación de un emblema muy distinto. Se trata de un sello, editado en colores y diseño industrial por no sabemos qué organismo oficial, que conmemora el centenario de la fundación del Partido Comunista. "Un ejemplo en la lucha por las libertades", habían proclamado en alguna parte.


-Sería más consecuente si hubieran celebrado la expansión de las legiones del Maligno - comentó, aún ofuscado. Para añadir luego-. Claro, que para eso tenían que haber leído algo más...