martes, 1 de noviembre de 2022

La democracia nuclear

 

El verdugo

 


 

Ignacio Ruiz Quintano

Abc


    Protección Civil, dependiente del ministro Grande Gómez, Marlaska para la política, compra “cuatrocientos megáfonos para avisar a la ciudadanía de un ataque nuclear”. ¿Por qué no una bandada de gansos?


    Marlaska tiene de la energía nuclear la misma idea que de la energía eléctrica tenía un mítico señor Guadilla de mi pueblo, que para manipular un cable pelado enviaba a su esposa a cortar la luz en el transformador, que estaba en la plaza. Un día, para ganar tiempo, la envió a dar la corriente antes de acabar, “y vienes corriendo a avisarme”; así lo hizo la mujer, que volvió sin resuello y halló al señor Guadilla derribado por el latigazo eléctrico, más veloz que ella.


    En un mundo donde lo increíble, decía Wolin, se ha vuelto banal, la guerra nuclear no parece sino otro episodio cinematográfico en una serie de duración ilimitada que Marlaska anunciará en el vecindario como si fuera el afilador. ¡Crania ibérica!


    Es el socialismo carpetovetónico: intensificación de la igualdad: de la política a la social y de la social a la nuclear. Cada persona, anota Schmitt en el 56, tiene el derecho fundamental a por lo menos una bomba nuclear. Sólo entonces seremos iguales. ¿Pero cómo lograremos una bomba atómica para cada uno? “Bueno, el esforzado pueblo de los ganadores del Nobel también solucionará ese problema. ¡Adelante hacia la democracia nuclear!”


    –¿Qué necesitaba la humanidad cuando fue creada la bomba atómica?, pregunté a Kojève. Me respondió hegelianamente que la humanidad necesitaba una excusa moral con el fin de tener un pretexto para no llevar a cabo más guerras. El paraíso.


    Treinta años más tarde, otro alemán, Sloterdijk, vio en la bomba atómica al Buda real de los países occidentales: el máximo rendimiento del ser humano y de su capacidad destructiva, el triunfo de la racionalidad.


    –Ya no podemos ser más malvados, inteligentes y defensivos. Infinita es su paz e ironía.


    Sloterdijk nos hace ver que, de vez en cuando, esas bombas, inamovibles en sus silos, se ríen por lo bajo. Para él, la bomba atómica es una máquina condenadamente irónica. Si esto puede ser nuestro Buda, concluye, entonces tiene en el cuerpo un diablo sarcástico: uno tiene que darse cuenta de lo que significa explotar hacia el cosmos en una autodesintegración completa. Y puede hacerlo en cualquier momento. En el núcleo de la fulminante masa explosiva dominan un estruendo y una risa semejantes a la del interior del sol.


    Hans Zehrer (“¿Quién tiene el poder?”), en el 57: la potencia atómica, esencialmente secreta, y la democracia, esencialmente pública, son incompatibles, con lo que, donde una mano mínima decide sobre el átomo, existe un estado de excepción permanente que deja a la democracia sin efecto.


    La contribución española a la cuestión nuclear es Marlaska con el megáfono de los civilones de Berlanga buscando al verdugo (“Don José Luis Rodríguez”/Nino Manfredi) en las cuevas del Drach.

[Martes, 25 de Octubre]