Bertrand Russell
Ignacio Ruiz Quintano
Abc, 10 de Julio de 2002
Dicen
que el Centro Nacional de Inteligencia se propone sustituir a los
espías militares con espías diplomáticos, lo cual puede trastocar
nuestras tradicionales ideas de centro, de nación y de inteligencia.
En
la sociedad de la imagen, los militares, por su uniforme, son los menos
indicados para hacer de espías. Si a un corrillo de conspiradores
políticos se acerca un caballero uniformado, lo lógico es que en el
corrillo se cambie de conversación. Y no hablamos de militarismo: se
puede ser militarista sin ser militar y militar sin ser militarista,
aunque un militar que quiera hacer carrera política deberá granjearse
una reputación de pacifista.
Bertrand Russell contó cómo
en Gran Bretaña, durante la primera guerra mundial, los únicos
pacifistas eran los trabajadores de las fábricas de munición. De sus
charlas con ellos, los espías -militares, por supuesto- elaboraron unos
informes tan inexactos que el ministerio de Guerra prohibió que el autor
de los «Principia Mathematica» llegara a cualquier lugar de la costa
británica por temor a que pudiese hacer señales a los submarinos
alemanes: «Si no hubiese sido por estos diversos cumplidos que recibía
del gobierno, habría abandonado la lucha pacifista, ya que estaba
convencido de que era totalmente inútil.»
En septiembre de 1916, Russell fue llamado por el general Cockerill,
que tenía un informe de sus discursos. Lo acusó de construir frases
calculadas para enfriar el ardor de los municioneros, y le ofreció un
trato: Russell abandonaría la propaganda política y Cockerill anularía
la orden que le impedía acercarse a la costa. El matemático contestó
que, a conciencia, no podía comprometerse a tal cosa. El general repuso:
«Probablemente usted y yo tengamos una idea diferente de lo que es la
conciencia. Yo la considero una voz suave y tranquila, pero cuando se
vuelve audible y estridente, sospecho que ya no se trata más de la
conciencia.» El matemático no se rindió: «Usted no aplica el mismo
principio a quienes están a favor de la guerra; no los considera hombres
conscientes cuando se callan sus ideas y simples propagandistas cuando
las expresan en la prensa. Esta diferencia no es muy justa.» El general,
tampoco: «Sí, es verdad. Pero usted ya ha expresado su opinión; ¿no
puede darse por satisfecho y volver a sus otras ocupaciones, en las que
ha conseguido sobresalir tanto? ¿No cree que reiterar constantemente lo
mismo denota una cierta falta de sentido del humor?»
En la primavera de 1918, un cerrajero alemán de nombre Drexler
fundó un grupo, «Comité Independiente de Obreros a favor de una paz
honesta», que tenía por objetivo conservar alguna de las conquistas. La
inteligencia alemana se escamó, y el capitán Roehm hizo llamar a
un cabo: «Averigüe en qué consiste esa organización de apariencia
política de la que se comienza a hablar en Munich.» Al cabo, el cabo
hizo un informe: «Son gente pobre, mi capitán; obrera, pero
antimarxista.» Y el capitán ordenó: «Métase en él y trate de ganar
influencia sobre su gente.» El cabo se llamaba Adolfo Hitler, que
entró en el Partido Obrero Alemán -nombre que adoptó el grupo una vez
perdida la guerra- como espía y por orden de un superior.
Aparte
los generales ingleses, que son una isla, convendremos, pues, en que no
es lo mismo ser espiado por un cabo de infantería que por un embajador
ante la ONU, por un Adolfo Hitler que por un Chencho Arias. Nuestro siglo apunta al modelo Arias, es decir, a los diplomáticos, considerados por Peter Sloterdijk como «filósofos en tiempos de escasez».
Cuando
nada concuerda y nada cuadra, dice Sloterdijk, llega la hora de los
diplomáticos, cuyo oficio, como el de los curas, consiste en hacer algo
en las situaciones en que ya no hay nada que hacer.
Peter Sloterdijk