domingo, 6 de junio de 2021

Lo que el viento se llevó (Una América que no volverá)




RUMBO A LA VICTORIA

Ernest Hemingway
Collier's, 1944

Canal de la Mancha. Día D (6 de Junio de 1944). En Normandía. Proa a la playa de Fox Green. Con rumbo de 220 grados bajo el fuego enemigo. Los cañonazos del Texas. Un mar gris lleno de crestas blancas. El viento se lleva por la borda la carta de navegación. Pero ¿dónde está la playa? Suerte para todos ustedes. Bajo el fuego alemán. Hay que esperar. Maniobras entre las minas magnéticas. El ataque frontal. La toma de Fox Green y de Easy Red.


Nadie recuerda la fecha en que se libró la batalla de Shiloh. Pero sí el 6 de junio, día en que se tomó la playa de Fox Green, y el viento soplaba fuertemente del noroeste. Bajo la pálida luz del alba navegábamos con dirección a la costa. Las lanchas de acero de treinta y seis pies de largo, conformadas como ataúdes, levantaban verdes olas que caían sobre los cascos de acero de los soldados, unidos por el serio, embarazoso, incómodo y retraído compañerismo de los hombres que van a entrar en combate. En la popa del LCVP [embarcaciones de desembarco, vehículos y personal] había amontonadas cajas de TNT, bazukas y cajas de proyectiles para ellos, envueltas en un material que recordaba el transparente impermeable que usan las muchachas en las universidades.

Todo el equipo disponía de salvavidas tubulares, y los hombres también los llevaban sujetos con correas bajo los sobacos.

El agua verde se volvía blanca a medida que la lancha subía una ola y entraba en ella, mojando a los hombres, armas y cajas de explosivos. Ya quedaban atrás los grises mástiles de los transportes y los brazos de sus grúas, se divisaban las costas de Francia y un enjambre de lanchas navegaba con dirección a ellas.

Cuando la LCVP alcanzaba la cresta de una ola, se divisaban la débil configuración de la línea de cruceros y los dos grandes acorazados paralelos a la costa. Se veían los fogonazos de sus andanadas y el humo pardo que subía y se disipaba impelido por el viento. Desde la popa, el comandante de la embarcación, teniente Robert Anderson, de Roanoke (Virginia), voceó:

-¿Qué rumbo llevamos, timonel?

Fijos los ojos de su afilado y pecoso rostro en la brújula, Frank Currier, vecino de Saugus (Massachusetts), contestó:

-Doscientos veinte grados.

-¡Mantenga el rumbo! -respondió Anderson-. ¡No siga navegando a lo largo y ancho de todo este maldito océano!

-¡Mantengo un rumbo de doscientos veinte grados, señor -respondió el timonel, resignadamente.

-Está bien -dijo Andy.

Estaba nervioso. Su dotación participaba por primera vez en una operación de desembarco bajo el fuego enemigo, pero sabía que este oficial había mandado un LCVP en los desembarcos en el Norte de África, Sicilia y Salerno, y tenía confianza en él. Y, al pasar metiendo ruido junto al enorme casco de un petrolero de las fuerzas de desembarco, prosiguió diciéndole:

-¡No vayamos a chocar con ese LCT [embarcaciones de desembarco, tanques]!

-Gobierno el rumbo que se me ha señalado -respondió el timonel.

-Eso no significa que haya que arremeter contra todo lo que se ponga por delante en el mar -repuso Andy.

Era un muchacho bien parecido, de mejillas algo hundidas, elocuente y un poco áspero, pero no de un modo desagradable. Se dirigió a mí:

-Señor Hemingway, ¿quiere, por favor, ver de qué color es esa bandera que ondea allá arriba? Si puede.

Saqué del bolsillo de la chaqueta mi viejo Zeiss, que llevaba metido en un calcetín de lana, junto con un trozo de papel de seda para limpiarlo, y enfoqué la referida bandera antes de que una ola me lo mojase.

-Es verde.

-Entonces debemos estar en el canal libre de minas -dijo Andy-. Está bien eso. -Y dirigiéndose al timonel-: ¿Qué pasa? ¡A rumbo!

Intenté sacar los prismáticos, pero fue inútil, debido a las salpicaduras que caían constantemente sobre nosotros. Los envolví y guardé en el bolsillo con el propósito de secarlos más tarde, y me puse a contemplar el acorazado Texas, que batía a cañonazos la costa. Estaba situado a estribor de nuestra lancha y disparaba por encima de nosotros, mientras navegábamos en dirección a la costa francesa, que iba distinguiéndose cada vez más, e íbamos con rumbo de doscientos veinte grados o no, según se creyese al teniente Andy o al timonel Currier.