Ignacio Ruiz Quintano
La historia, como el inconsciente, sólo es un palimpsesto. Como gremio, sin embargo, a los progresistas los fascina la historia: no la de los hombres, que se mueve por necesidades demoníacas, sino la de la humanidad, cuyo impulso es utópico y verbalista. De aquí la incendiada admiración retórica del progresismo profesional por los franceses a lo Bové, icono —palabra de artículo serio— de esa facultad genuinamente francesa para sentirse en víspera de alguna cosa: de la noche de San Bartolomé, de la Revolución, de la Comuna o del Día del Juicio. Es lo que Chesterton llamaba "sentido de crisis", que hace que Francia —y el progresismo— se sienta eternamente joven. Pero el descrédito de la historia progresivamente considerada viene de que nunca nos aclara dónde está la realidad. Las verdades de ayer son las mentiras de hoy. En ese palimpsesto, si la sociedad industrial nos convirtió en máquinas, la sociedad de la información nos ha convertido en signos. En la sociedad de la información, el progresista que en la calle da con un expendedor de "La Farola", en vez de adquirirle un ejemplar, intenta colocarle un artículo. Todos los ismos y todos los istas han surgido igual. Así, del humano afán de notoriedad, unido a la superstición humanitarista de tener que cumplir con los pobres, en este caso entregándoles un artículo en lugar de una propina, ha surgido el globalismo.
Teóricamente, el globalismo iba a disipar los ciclos de la economía, pero como la India disipó los ciclos del tiempo, que son literalmente el sueño de Brahma. A Octavio Paz lo espantaba la duración de ese sueño: según los indios, esta edad que vivimos ahora, caracterizada por la injusta posesión de riquezas, durará cuatrocientos treinta y dos mil años. Y más lo espantaba saber que el dios está condenado, cada vez que despierta, a volverse a dormir, y a soñar el mismo sueño. Ese enorme sueño circular es monótono: inflexible repeticiónde las mismas abominaciones. Y de las mismas controversias.
La controversia sobre el globalismo es un mero eco de la que en su día desató Salaverría sobre el mondadentismo. ¿Debemos ser o no ser universales? ¿Debemos querer entregarnos a la civilización y a la actualidad del mundo, con todas sus consecuencias, o vivir apartados como unos extraños y originales? ¿Darle cara a la corriente moderna y universal, o quedar con el rostro vuelto hacia los prejuicios viejos y nativos? ¿Decidirse a ser verdaderamente progresistas, o resignarse a ser reaccionarios? ¿Mondadentistas o antimondadentistas? Mondadentistas y reaccionarios eran quienes concebían mejor el mondadientes sin comida que la comidasin mondadientes.
Como razonaba Camba, si despuésde comer no puede uno relamerse un poco delante de los amigos, ¿de qué le servirá el haber comido? Antimondadentistas y progresistas, en cambio, eran quienes veían en el mondadientes una supervivencia aristocrática, semejante, en cierto modo, a la uña del chino; o, como se dice en la sociedad de la información, un signo de distinción y elegancia.
Chesterton se hacía cruces de que Francia siempre estuviera al borde de la disolución. Como mala imitación del francés, el progresismo español es tópico, declamatorio y sentimental: nuestro antiglobalismo prevé la disolución de los agiotistas como el antimondadentismo previó la de los mondadientes. No digo que no lleven razón. Pero los mejores restaurantes siguen llenándose de agiotistas que, con un mondadientes por complemento de la buena mesa y el fiero aspecto que conviene a los de su clase y destreza, hurgan y hurgan con la determinación de quien, al final, siempre acaba por pescar algo.
José María Salaverría y la controversia sobre el mondadientes