Jorge Bustos
Ahora que Meryl Streep ha puesto de moda a Margaret Thatcher y que María del Carmen Chacón intenta pasar de moda a Rubalcaba, como si eso fuera tan sencillo; ahora que, como escribe Ruiz Quintano, Soraya funge de Karanka para apagar o sin quererlo atizar aún más el furor uterino de la prensa contra el huidizo Rajoy, que chulea al gremio con desplantes silenciosos como un burlador de polígono a las ávidas chonis de Globomedia; ahora que la cuota feminista en política ha perdido uso para ganar la nostalgia futura de algún subsecretario que junto a la chimenea, en el asilo, recordará como el replicante memorioso –“Yo he visto ministras que vosotros no creeríais…”– a aquellas pizpiretas camaradas que pasaban de cantar línea en el bingo navideño de la agrupación local a dictar las líneas del BOE en menos que tarda en persignarse un cura loco; ahora, justamente ahora es cuando hay que reivindicar a las mujeres de bandera y rompe y rasga, a las lideresas no visadas por gabinetes partitocráticos y tertulias plurales. A esas mujeres en fin que se quitan las bragas a pedos, según definía con gran plasticidad Joaquín Reyes en una de sus geniales imitaciones. La de Thatcher de hecho, creo recordar.
En La Coruña tienen a una de estas mujeres. Se llamaba María Mayor Fernández de Cámara Pita, María Pita para el vulgo y la historia. Pita significa gallina en gallego, y no pudieron los gallegos nombrarla con más endémica ironía, porque la heroína que da nombre a la plaza del ayuntamiento coruñés tenía huevos para enfrentarse a Chuck Norris por la tarde y bajarse por la mañana marchas militares en casa de Lasalle. Sus paisanos la veneran por distinguirse en la defensa de la villa frente el corsario Francis Drake, que en 1589 cometió el error de empezar a invadir Galicia unos metros a la derecha de la casa de María Pita, sacándola de la cama a cañonazos, con la irritación que provoca eso en las mujeres de amanecer conflictivo. Ayer peregriné a aquel lugar exacto, en la calle Herrerías de la hermosa ciudad vieja coruñesa, pero me encontré la casa-museo cerrada por reformas. Ya se sabe que en España hay dos tipos de monumentos: los que están de obras y los que tienen cola, y he ahí la razón de que los españoles sensibles malgasten su vida en las tabernas. Opté por dirigirme a la plaza consistorial donde se alza la enorme estatua marcial de esta Juana de Arco puesta de licor-café que, espada en mano, se bajó al alférez inglés que capitaneaba el asalto y dispersó al resto al grito de venid aquí y os digo yo si subo o si bajo, bastardiños.