lunes, 30 de enero de 2012

La final de Australia

La energía de Nadal en su última visita al Bernabéu

Hughes


Mientras escribo estas palabras, Nadal se agarra a la raqueta como un guitar hero a su guitarra. Nole, que hace pensar en una noche loca y báltica de Humberto Janeiro, parece que cojea y en los palcos, las novias, madres y hermanas son mujeres bíblicas. La novia de tenista es la nueva novia de torero. Qué machismo en el tenis, tú, que diría el círculo chaconista. Y hay una niña en Melbourne, que es como esa niña redicha española que aparece siempre que Nadal juega, sea donde sea, por el orbe entero, con una bandera y una camiseta en la que reza: “Gracias por ser español”. Y eso me pasa a mí con Nadal, que me da la impresión de que no me lo merezco. Tiene tanta competitividad, tanta fuerza mental, que parece que de un momento a otro le va a doblar la raqueta de titanio al rival, como un Uri Geller. Cansó a Federer, y a Djokovic ya le está empezando a llevar a sus límites, porque Nadal es eso, es como una novia: alguien que te lleva al límite de ti mismo. Nadal cansa incluso a sus seguidores en esa exploración desdichada de sus propias limitaciones. Hay algo muy triste en Nadal, algo muy poco deportivo.

El tenis, si lo pones encima del televisor, es como un metrónomo. Cada partido es un ritmo, y tiene un peligro de eternidad, porque los tie-breaks no tienen un final claro. El tie-break es tan difícil de entender como el fuera de juego y no se puede hacer planes si hay tenis porque desde un punto de vista lógico es posible el partido eterno.

El tenis es una forma dialéctica de eternidad y genera un balanceo de cabeza que es como negar lenta, morosa y cruelmente. Una negación robotizada e inclemente. El público de tenis, ¿a qué le dice no con esa negatividad ritual y quieta?

Nadal me cansa, su partido empezó por la mañana, a primera hora, y me he leído el periódico, me he tomado el aperitivo, he comido, y ya le estoy dando vueltas a la leche condensada del bombón -ese infantilismo, frente al cortado macho y desilusionado- y Nadal sigue, ahí, como una ola, dando raquetazos vestido de kiwi, sudando como un pollo enfurecido y picoteador.

Mi tenis murió con los pantalones largos. Lo recordaba el brillantísimo Nick percivalesco, en nuestra común admiración de Stefan Edberg. El tenis era un señoritismo fino, blanco, y señorial. Un elogio del sport, algo gatsby y cordial. Un desentendimiento. Corrían los tenistas como si la raqueta fuera una finura, o una taza de té, y cada pelotazo era una ocurrencia, una ingeniosidad llena de charm y buenas maneras, y no los alevosos pelotazos musculados de ahora. El tenis era un desentendimiento, una frivolidad, una desdramatizacón y este tenis del vamos, rafa, de la crispación y de las seis horas me aniquila.

El tenis es lo más cansino del mundo. Un ajedrez sudoroso, una cosa de formas desquiciadas, y Nadal, como antes Indurain, nos hace levantarnos cansados del sofá: derrengados, exhaustos, indignos.

Escucho ahora un lamento del vecino, es un estertor, parece que le han clavado una daga, y es que quizás Rafa vaya perdiendo y yo lo lamentaré mucho, y hasta me sentiré mal con lo que he escrito, porque sigo a Nadal, pero le sigo después, el lunes, en el resumen del periódico, cuando canse menos.

Me falta fuerza mental, Rafa, para serte fiel.

En Los Objetos Impares
29 de Enero