miércoles, 4 de enero de 2012

La silla

Morante con su silla en El Puerto

Ignacio Ruiz Quintano
Abc

Uno ya está como Muñoz Seca ante los milicianos de Paracuellos (“me habéis quitado todo, menos el miedo”), pero a la gente se le pone “la gallina de piel”, que decía Cruyff, sólo de pensar que llegue el viernes y salga Soraya de niña de San Ildefonso a cantar la pedrea de los impuestos para pagar las facturas de la gran juerga zapatera.

¿Qué? ¿Alguna voluntaria para Lady Godiva en esa oposición, y no miro a los bancos del Progreso y la Democracia?

De la primera rueda de prensa (ese invento español) ha trascendido que a Soraya, que es bajita (ocho centímetros menos que Hernán Cortés), le ajustaron la silla un punto más de lo conveniente para dar malas noticias (las orejas humanas están hechas para la lisonja), sin reparar en el juego simbólico de las sillas: una silla “mató” a Zapatero (aquella silla de tijera del Desfile de la Castellana) y otra silla “resucitó” a Morante (aquella silla de domador cristiano –de Ángel Cristo– en el circo de Nimes).

¿Vienes de los toros? ¿Quién ha ganado? –le preguntaba un día a Gerardo Diego un niño suyo.

Y de Wordsworth sabemos que acostumbraba descargar su cólera en las sillas: “las movía irritado de un lado para otro”, nos dice su hermana Dorothy, una mujer tan curiosa que, desde su escaso 1,50, llamaba a De Quincey, el del opio, “diminuto”, y buscaba siempre su compañía porque le ofrecía “la desusada experiencia de mirarlo desde cierta altura”.

Elevada por el Hado a Casandra de España, Soraya está...

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