Jorge Bustos
Uno no lleva más allá de dos años esquiando, pero nunca dudó de su vocación de esquiador y de hecho se ha pasado toda la vida convencido de que apuraría como nadie los banderines señaladores del gran slalom en cuanto me pusiera a la tarea. Lo que pasa es que ningún invierno tenía tiempo, ni amigos que me invitaran. Ahora les gorroneo el piso de Baqueira a mis tíos y he podido demostrar al fin mis sorprendentes habilidades psicomotrices.
Si bien se mira, el esquí es un deporte bastante estúpido porque no consiste en otra cosa que en dejarse caer montaña abajo conservando un cierto equilibrio. No hay pelotas que golpear ni nadie a quien hacer falta. Pero le sucede como al golf, que se vuelve atractivo no por el ejercicio en sí sino sobre todo atendiendo al marco aristocrático en que tiene lugar. Jugando al golf uno puede sentirse como un lord inglés que pasea de buena mañana a su gran danés por la campiña de su casita de campo wildeana. Hay césped bien cortado, lagos con garzas eventuales, señoritas en falda ni muy recatadas ni demasiado sugestivas, caddies decididamente serviles. He jugado al golf una o dos veces en mi vida, en agosto, y esta es la grata impresión que me llevé, al margen de lo irrisorio que pueda resultar el afán por introducir una bolita en 18 hoyos consecutivos, y encima manteniéndose razonablemente sobrio para que no te tiemble el pulso.
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