Javier Bilbao
En democracia existir significa aparecer en los medios. Aquello que no logre abrirse un hueco en ellos no forma parte del mundo real y no será parte de la agenda política, ni siquiera objeto de debate, sino apenas una (pronúnciese con mohín de desagrado) teoría de la conspiración. Expresión que incluye indistintamente a los alienígenas pederastas de una décima dimensión de los que habla con plena convicción Alex Jones como a quienes en febrero de 2020 alertaban de una inminente pandemia. Todos igualmente chiflados. Ahora bien, que salir en la tele sea sinónimo de ser tenido en cuenta no supondría un obstáculo infranqueable si existiera un paisaje mediático plural capaz de acoger diferentes sensibilidades, intereses y puntos de vista. Como sabemos, no es el caso.
Los medios no acostumbran a ser negocios muy rentables (menos aún en la era de internet) y a menudo requieren una elevada inversión inicial, lo que favorece la concentración en unos pocos grandes grupos mediáticos y la entrada en su accionariado de poderes económicos dispuestos a correr con las pérdidas si a cambio logran un altavoz. Las subvenciones y favores gubernamentales también logran condicionar líneas editoriales y, por último, hay que señalar un entramado bastante sofisticado y trasversal a través de diferentes cabeceras de escuelas de periodismo, asociaciones profesionales, comités deontológicos, premios y, en suma, chiringuitos de toda índole —con la Open Society como perejil de todas las salsas— que van perfilando qué caminos se frecuentan y cuáles no, quién se queda dentro y quién fuera. El resultado de todo lo anterior es una hidra mediática, plural en lo anecdótico y uniforme en lo fundamental, a la que Trump definió certeramente como «enemigos del pueblo». Si una causa o un personaje es promovida por ellos, entonces debería levantar nuestras sospechas.
No es casualidad, por tanto, que Pablo Iglesias apareciera en televisión en 2014 hasta cuando estaba apagada, mientras que un partido creado aquellos mismos días, Vox, tardase cuatro años en lograr algún eco mediático (no muy amable precisamente), ya solo una vez había reunido una masa crítica de seguidores en redes sociales. ¿Y qué hay del propio Trump, recién mencionado? Resulta paradójico, dado que su figura ha sido omnipresente en una prensa que a la vez lo detestaba con saña, fenómeno que merece ser analizado con más detalle.
Fue en 1980 cuando apareció por primera vez en televisión en una entrevista en profundad. Durante los años 70 la ciudad de Nueva York había vivido un periodo de decadencia y criminalidad (reflejado en películas como Malas calles, Taxi Driver o The Warriors), pero con la nueva década comenzó a resurgir gracias a grandes proyectos urbanísticos en los que Trump supo estar en el momento y lugar oportuno, con la doble finalidad de hacer negocio y comenzar a cultivar su imagen pública. Concretamente una de triunfador en los negocios y seductor con las mujeres, aunque no demasiado sofisticado en el aspecto cultural. Sus gustos gastronómicos oscilan entre las pizzas y las hamburguesas, para beber Diet Coke; los decorativos rinden tributo a los colores dorados y a la estética hortera de Las Vegas en los 70 y 80; respecto a sus lecturas, una vez le preguntaron cuál era su libro favorito y citó el que él mismo había escrito.
Hay quien lo ha atribuido a un paso fugaz por la universidad donde no destacó académicamente (amenazó con demandar a quien publicase sus calificaciones) debido a cierto grado de dislexia y falta de fluidez en el habla. Pero en esta vida hay que saber hacer de la necesidad virtud, así que nuestro protagonista se percató pronto de que nunca lograría impresionar a base de palabras esdrújulas y fingiendo que le gustaba el arte moderno, por lo que buscaría otra manera de mostrarse a los demás: siendo el neoyorquino menos neoyorquino imaginable. Frente a la pedantería académica, petulante, progre y urbanita, las maneras un tanto rudas, pero también honradas y apegadas a la realidad de la América rural que lo adora. Por eso sus detractores siempre lo han contrapuesto a Obama, criatura 100% fruto de los campus estadounidenses, que se deleita en discursos de tono académico frente al habla llana y directa de Trump, y hay que decir que este último se encuentra a gusto en ese reparto de papeles.
Es decir, cuando lo atacaban se refuerza la imagen que él quería que se tuviera de él. Tal como explicaba en una antigua entrevista: «Creo que me retratan de una manera diferente a como soy realmente. Creo que me retratan de una manera más áspera que el producto real, y espero que sea cierto, porque el producto real es más suave que la representación». Por un lado, se mostraba como un tipo directo, implacable, tiburón de los negocios y capaz de lograr cualquier cosa que se propusiera, como en 1987 cuando anunció públicamente que él era la persona adecuada para negociar un tratado de desarme nuclear con los rusos. Ese mismo año también daba muestra del nacionalismo económico que siempre ha reivindicado, como en esta entrevista, en la que señalaba la debilidad con la que en su opinión Estados Unidos estaba haciendo frente a competidores como Japón, Arabia Saudí y Alemania.
Por otro lado, y no menos importante, aligeraba esa imagen de dureza prestándose a participar, a menudo de forma autoparódica, en todos los ámbitos de la cultura popular americana. Protagonizó infinidad de anuncios en televisión de pizzas, hamburguesas, juegos de mesa, veladas de boxeo o grandes almacenes, hizo cameos en series como El príncipe de Bel Air o Sexo en Nueva York y películas como Solo en casa 2, Una pandilla de pillos o Zoolander, así como en programas de entretenimiento como Saturday Night Live, combates de lucha libre en los que se liaba a trompazos en el cuadrilátero y reality shows como el que él mismo protagonizaba, El Aprendiz. De esa manera se convertía en un icono pop, llegaba de una u otra forma a todos los hogares del país, y cuando finalmente dio el salto a la política… ¿Cómo iba a creer nadie que era el peligroso fascista que los medios gritaban? Ya había creado una impronta en el recuerdo de todos y eso difícilmente podrían cambiarlo ahora los titulares.
La clave, cabe concluir, es que pudo dar ese salto a la política porque se había pasado las últimas décadas negando repetidamente que lo iba a dar, cada vez que en alguna entrevista le preguntaban si aspiraba a ser alcalde de Nueva York o presidente de EEUU. De esa forma pudo pasearse por todos los platós sin que el poder lo percibiera como una amenaza y lo expulsara del foco mediático. Sus posiciones políticas nunca fueron percibidas como partidistas y no poca gente en los años 90 creía que estaba más próximo a los demócratas. Su gusto por la atención pública no provenía únicamente de la vanidad (de la que ciertamente no va escaso), había en su mente un plan a muy largo plazo en el que intuía correctamente que los medios se volverían en su contra y debía acaparar antes toda la popularidad que fuera posible. Así ocurrió a partir de 2015, cuando presenta su candidatura. Ahora ya no podía ser ignorado, pero sí atacado.
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