domingo, 29 de octubre de 2023

En busca de la prevalencia de los idiotas (XXXI): la evolución moral del idiôtês griego


 

Sócrates


Martín-Miguel Rubio Esteban


La épica homérica retrata al hombre como sumergido e infiltrado en el mundo. Los estados mentales y las acciones asociadas con ellos son con frecuencia representados como tramados por los dioses o por alguna parte del hombre que se opone a sí mismo como algo integrado. El hombre se compone de partes que no están estructuradas, ni constantemente diferenciadas en términos de cuerpo y alma, o de razón y emoción. La vida mental se concibe no como algo interno y limitado por una fuerte noción de uno mismo, sino como algo público, un proceso en el que intervienen dioses individuales o una interacción entre partes personificadas de los hombres. Este punto de vista del hombre como abierto e interpenetrado por fuerzas entendidas como externas –lo vemos muy bien en la obra de Séneca, por otra parte– es apropiado a un mundo en el que el hombre está profundamente encajado en una unidad social, y él mismo no tiene experiencia ni de estar aislado ni de ser autónomo. Sin embargo, el hombre individual no se disuelve; cuando está movido por un dios o por alguna parte de él mismo, es el hombre entero el que se mueve. Posee una integridad funcional. Así, perfectamente expresado, en la Ilíada Agamenón afirma que «él no es responsable de» o que «no es la causa de» (ouk aitíos ) su cólera contra Aquiles, ya que Zeus y el Hado y Las Furias Vengadoras «le pusieron dentro de su juicio un salvaje engaño (atê)» ( Il. 19.86; cfr.2.375 y 9.17). Cuando Agamenón niega que él sea el responsable de su ira tampoco está sosteniendo que él haya actuado de mala gana ni invoca cualquier otra consideración subjetiva, sino que afirma que «la deidad tendrá siempre su camino» ( Il. 19.89 ). Los dioses literalmente le quitaron su juicio, le engañaron; para ilustrar su declaración Agamenón nos ofrece un cuento acerca del poder de la diosa Engaño (Atê) ( Il. 19.91 ). La participación del agente es mínima: gobernado por «un engaño salvaje», Agamenón despoja a Aquiles de su premio ( Il.19.89 ). Como él mismo no ha sido la causa de su propia ira y de sus terribles consecuencias, dado que todo el conocimiento y el poder se encontraban en las manos de los dioses, Agamenón manifiesta su complaciente deseo en «hacer todo el bien que le sea posible y devolver los regalos con abundancia» (Il.19.137; cf. 9.119). Es decir, ni su ofensa ni su ofrecimiento de paz nacen de ninguna reflexión sobre él o sobre su honor; las dos cosas son elementos de un designio divino, y divinamente motivado. Toda la acción de la Ilíada parte de la perspectiva de una obra de los dioses, que intervienen directamente para guiar las relaciones entre los mortales. En general, esta intervención toma la forma de suscitar o de calmar a los hombres de un modo explicable en términos humanos, o de tener relaciones con ellos directamente, como un hombre que está con otro. El fenómeno de la atê, la chifladura causada por una ceguera enviada por los dioses, se invoca cuando el hombre está obligado a hacer algo temerario, ignorante, imprudente, finalmente desastroso; algo que no se hubiese llevado a cabo de otro modo, pero algo que el hombre racionalmente no podría desear hacer. Tales acciones están traspasadas, explicadas y excusadas como la obra de una divinidad o un espíritu. (Compárese la tendencia moderna, tan criticada por Isaiah Berlin, de un jurado a creer que una madre que asesina a sus hijos debe estar o ha estado loca y, por consiguiente, es inocente).


     A pesar de todo, el acto de un hombre engañado por los dioses sigue siendo en cierto sentido su acto; antes de ofrecer su excusa, Agamenón reconoce que los griegos le han censurado por su cólera con razón, e incluso mientras él mismo se está disculpando no niega que él mismo (en cierto sentido) realizó lo que los dioses deseaban llevar a cabo. Para restaurar el orden que los mismos dioses, por sus propias razones obscuras, le han hecho desbaratar, Agamenón debe ofrecer una restitución. El hecho de que fuese engañado es relevante para la valoración de la culpa y la responsabilidad, pero sea cual sea el motivo, un orden objetivo ha sido amenazado y debe restaurarse en su integridad. En la Grecia Antigua, sean cuales fueran las circunstancias de, digamos, el acto de un asesino, la consecuencia era una contaminación. Este aspecto objetivo del crimen, a saber, la responsabilidad implícita en el puro acontecimiento de un acto que ofende al orden sancionado por los dioses, persistió siempre a lo largo del desarrollo de la moralidad del hombre en el marco de la pólis. La ciudad donde se había producido el crimen tenía que ser descontaminada con agua lustral y ritos apotropaico llevados a cabo por los sacerdotes. En la esfera de una causalidad cósmica o divina, como en el caso de Agamenón, la cuestión de la responsabilidad subjetiva no necesita plantearse. La conciencia de Agamenón fue literalmente asaltada por fuerzas oscuras. Pero con la aparición de instituciones cívicas y de la ley, se interpreta el papel causal del agente en términos más subjetivos. Las condiciones que se suponen afectan a la responsabilidad del hombre permanecen conectadas con aquellas que se encuentran en el punto de vista homérico, a saber, la ignorancia y la compulsión: el héroe homérico no puede comprender las fuerzas que lo mueven. En el período posterior, no se considera generalmente que la conciencia del hombre haya sido invadida. Pero el modo de pensamiento es estructuralmente similar, y esta continuidad implicó una paradoja: desde una perspectiva, un delito era esencialmente un error, una falta, el producto de la ignorancia. Es decir, era la ignorancia la que causaba, o mejor, constituía, el delito; y sin embargo era también la ignorancia la que lo excusaba, la que marcaba la ausencia de una participación consciente. La perspectiva primera presenta al hombre, lo mismo que a las flechas y a los animales, como parte de un orden cósmico, orquestado por la divinidad. La participación consciente del agente está ella misma controlada por los dioses, y su ignorancia es la señal de su status como instrumento. Por consiguiente, no sorprende que sea también su ignorancia la que limite el campo que está más allá de su control. Es así como el intelectualismo socrático está arraigado por completo en la antropología griega, como ya nuestro gran Antonio Tovar descubriera.


     La preservación del orden social, e incluso del orden divino en tanto en cuanto sea inteligible, es responsabilidad del hombre, sin embargo, puede estar inspirada por los oscuros designios de la divinidad. Para el Agamenón de Ésquilo, el conflicto implícito en la doble causalidad es espantoso. Incluso las acciones imprudentes y desastrosas son el producto de la deliberación y la determinación divina. Al decidir sacrificar a su hija Ifigenia, Agamenón «se pone bajo el yugo de la necesidad» ( Ag.218 ). Decide sacrificarla, a sabiendas y deliberadamente, pero también de acuerdo con las determinaciones de los dioses. Un cambio en el centro de gravedad de la doble causalidad está marcado por el papel de la ilusión engañosa, «átê»: en Homero átê es la causa de la cólera de Agamenón, y actúa en conformidad consigo mismo, en tanto que en Ésquilo átê pone en condiciones a Agamenón para actuar en una decisión que él mismo ha tomado ( Ag. 219 ). Aunque se invoca la divina átê como una explicación de la locura y la imprudencia humanas en una variedad de contextos hasta el mismo siglo IV, sin embargo, se percibe claramente un cambio conceptual. El cambio no es un cambio en los criterios de responsabilidad: ya en Homero, la ignorancia y la compulsión se consideran como hechos exculpatorios. La diferencia descansa en el alcance en el que la responsabilidad personal – conocimiento y actuación personales – es de hecho un rasgo distintivo de la experiencia del hombre en la participación del orden del mundo. El hombre llega a diferenciarse más claramente del orden social, y a marcar los límites entre lo interior y lo exterior. Se experimenta él mismo como una fuente de orden y control, a expensas del orden cósmico encarnado en el término de la providencia o fortuna, týchê. La transición desde un orden impuesto externamente en el que el hombre figura como un agente totalmente inconsciente a una participación consciente en un orden todavía externo y misterioso, y eventualmente a una autodeterminación que declara su potencial independencia de la tychê o control externo, es finalmente una transición política. Es la comunidad política, la pólis, libertada del poder arbitrario y autocrático de los nobles o los tiranos y ordenada por una ley común (nómos) la que expresa a la vez la autonomía del hombre y su participación en un modelo divino. El nómos divinamente sancionado se construye por los aristócratas y se aprueba por el pueblo. El orden político es la imagen de un orden divino inteligible (no obscuro ni arbitrario), entregado por los poderosos tradicionales, los nobles, cuya autoridad era tanto religiosa como política. Este noble origen produjo al nivel de la pólis no sólo que el agente del nómos fuese divino, sino también que el buen orden o la buena ley (eunomía) fuese una diosa. Dentro de esta esfera ordenada, los hombres persiguieron sus propios fines de acuerdo con determinaciones sociales. Tal como el rey espartano Demarato, de acuerdo con Heródoto, dijo al describir a los espartanos al rey de Persia: «Son libres aunque no completamente; porque el nómos es su amo, a quien temen mucho más que tus hombres a ti» (Herodoto 7.104).Heródoto asocia la libertad ateniense con la huida de la ciudad de la tiranía arcaica de Pisístrato y sus hijos (546-510 a. C.). Sostiene que la libertad es la fuente de la bravura: «En tanto estuvieron oprimidos por la autoridad eludieron su deber deliberadamente en el campo de batalla, igual que los esclavos se zafan de trabajar para sus amos, pero cuando se conquistó la libertad entonces cada hombre de entre ellos tuvo interés en su propia causa» (Heródoto 5. 78). Aquí, como en otras partes de las Historias de Heródoto, el contraste significativo no está entre la democracia y la oligarquía o la tiranía, sino entre la libertad, por una parte, y el poder irresponsable y despótico (y estrechamente interesado), por la otra. Atenas y Esparta caen al mismo lado de esta división: se tiene a ambas como órdenes políticos libres y responsables. El tratado médico Aires, Aguas y Lugares repite el punto de vista de Heródoto de que ser miembro de una comunidad ordenada por la ley es ser libre y, por consiguiente, valeroso. Si la comunidad política griega estaba en un principio concebida, tanto por los espartanos como por los atenienses, en contraste con el despotismo representado por los tiranos locales y el rey persa, como el orden creado gracias a una interacción pública al servicio de la ley, sucedió que los atenienses que lo seguían de forma explícita examinarían y corregirían esta concepción de la libertad y la autonomía del hombre. Los desarrollos políticos en Atenas desataron y en ocasiones rompieron los frenos de la jerarquía tradicional que se habían convertido en mediadores en la relación entre la interacción social y el orden sancionado por los dioses. Estosnuevos cambios impulsaron a los atenienses a tener conciencia de ellos mismos en términos específicamente políticos, más que en términos de relaciones sociales y económicas constitutivos del orden tradicional. A principios del siglo VI a. C., como resultado de los cambios económicos que habían reducido a muchos de los residentes más pobres del Ática a una condición de servidumbre virtual o real, y elevado a otros a una posición desde la cual estaban dispuestos a desafiar el monopolio aristocrático en el poder político, las reformas de Solón buscaron la homogeneidad social y la armonía. Los conflictos sociales se resolvían a través de la forja de una solidaridad genuinamente política. Solón, el mediador nombrado por los atenienses para acabar con la crisis, dio forma a la idea de la pólis al absorber la aristocracia tradicional en una definición de ciudadanía que asignaba una función política a cada residente libre del Ática. Los atenienses no eran esclavos sino ciudadanos, con el derecho, como mínimo de participar en las reuniones de la Asamblea. Sin embargo, las reformas de Solón no tuvieron éxito en prevenir los posteriores disturbios sociales y el eventual triunfo de un tirano, Pisístrato, del 546 a. C. El poder de los pisistrátidas, deseosos de suprimir a sus compañeros aristócratas, precipitaron la disolución de la jerarquía tradicional y promovieron el sentido de autoconciencia de la unidad y la solidaridad de los atenienses como un todo. Después de la expulsión del hijo de Pisístrato en el 510, la contienda aristocrática de la clase que había dirigido la lucha contra la tiranía se acabó gracias a la petición de socorro que hizo un contendiente, Clístenes, a la plebe para que le prestase apoyo. Es así cómo la lucha de las familias aristocráticas contra la más poderosa, la de los Alcmeónidas, trajo la Democracia. Clístenes se embarcó en reformas proyectadas para socavar la dominación local de las familias aristocráticas y vincular políticamente a cada ateniense con una comunidad más amplia. En el transcurso de sus reformas Clístenes fijó las fronteras de la pólis más como una entidad política que geográfica – fronteras que Solón había dejado permeables – a fin de identificar formalmente a los habitantes libres del Ática que había en esa época como ciudadanos atenienses. Por consiguiente, la ciudadanía consistió no ya en tener residencia en Atenas o en ser miembro de la Asamblea, sino en dos cosas más; poder ser elegido en el Consejo clisténico a través de un demo local y descender del grupo de familias identificadas como grupos de ciudadanos por Clístenes. De este modo, los atenienses llegaron a juzgar el dominio político como el coto de una categoría restringida de la población libre del Ática – una clase de aristocracia de nacimiento – y a considerar la ciudadanía como una oportunidad de dar mucho más que la conformidad; la de participar realmente. La distinción política significativa ya no se correspondió más con la división social entre noble y plebeyo, ni siquiera entre libre y esclavo, sino que se definió en términos puramente políticos: ciudadano frente a no ciudadano. La Democracia no borró las diferencias entre los ricos y pobres, pero dotó a todos los atenienses libres, hijos de atenienses, del mayor título nobiliario, el de ciudadanos. Esta concepción de una identidad política y un orden político sólo fue completamente realizada en el siglo V, cuando el dominio institucional de la elite llegó a su fin, y el status político se distinguió claramente de las características personales, sociales o económicas, y la libertad y el orden se construyeron políticamente, como el producto de la interacción de los políticamente iguales.

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