jueves, 24 de agosto de 2023

The Clash y los disturbios raciales ingleses


Bowie

Classic Rock In Pics
@crockpics


En el imaginario colectivo tanto los teddy boys como más adelante los simpatizantes del National Front pasaron a ser los malos de la película en la narrativa mediático-política y, ciertamente, tenían todos los ingredientes para ello

 


 The Clash

Foto de Adrián Boot

 

Javier Bilbao 
 
 
En 1910 el Conde de Cromer planteó que el problema al que se enfrentaría el Imperio Británico en el futuro sería en qué medida «unos 350 millones de súbditos británicos, que son ajenos a nosotros en raza, religión, idioma, usos y costumbres, deben gobernarse a sí mismos o deben ser gobernados por nosotros». Disculpémosle, por entonces faltaba mucho para que se volviera omnipresente la consigna orweliana «la diversidad es nuestra fuerza», así que únicamente hablaba desde la intuición del sentido común, que le llevaba a prever que las sociedades heterogéneas y carentes de cualquier identidad común que las cohesione terminan fragmentándose. La elección en tal disyuntiva que planteaba terminó siendo, naturalmente, la primera, en forma de un proceso de descolonización a lo largo del siglo XX que llegó a ser casi completo (¡Aún quedan Gibraltar y Las Malvinas!).

De manera que, en 1948, ya en pleno desmoronamiento imperial, la British Nationality Act concedió la ciudadanía británica a todos los súbditos de las colonias y excolonias que desearan instalarse en la metrópoli. Un momento, si todas aquellas poblaciones querían legítimamente autogobernarse porque al ser diferentes tienen otros intereses y desean seguir su propio camino… ¿no terminaría pasando algo similar si llegasen a conformarse grandes comunidades de ellos emigradas a suelo británico? Esa era la preocupación de algunas mentes previsoras como Enoch Powell, pero la respuesta que recibieron se asemejó mucho a aquel chiste del que está cayéndose de lo alto de un edificio y a la altura de la primera planta se dice «bueno, de momento estoy bien».

La dureza del asfalto comenzó a percibirse ya en 1958 en el distrito londinense de Notting Hill. Entorno en el que hoy día sólo un tercio de la población entra en la categoría de «White british» (pese a su notable gentrificación en los últimos años), pero que entonces era un barrio de clase obrera donde se veía la creciente población inmigrante como una amenaza. Lo que se materializó en algunos ataques y linchamientos contra miembros de la población negra bajo la consigna «conservad Gran Bretaña blanca» y gritos de «mataremos a todos los negros bastardos».


Tuvieron protagonismo en ella los llamados «teddy boys», que podría considerarse como la primera tribu urbana, jóvenes de clase baja aficionados a la naciente música rock y que un par de décadas después estarían enemistados con los punks. En el imaginario colectivo tanto los teddy boys como más adelante los simpatizantes del National Front pasaron a ser los malos de la película en la narrativa mediático-política y, ciertamente, tenían todos los ingredientes para ello.

En primer lugar eran clase trabajadora, la parte inferior de la pirámide social, fácilmente objeto de burla y menosprecio por sus costumbres o preocupaciones ayer y hoy en todos los países. En segundo lugar, en el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial la retórica racista y la simbología neonazi que con frecuencia exhibían quedaban proscritas del espacio público, representaban al adversario ya derrotado en la mayor guerra que la historia había conocido, y nada puede gustar más a un periodista, político o intelectual que seguir luchando contra el fascismo aún como enemigo ya imaginario y que por tanto no responderá (lo seguimos viendo en 2023).

¿Por qué entonces articulaban sus preocupaciones sociales y su acción política de una manera tan desgraciada? Si tenían legítimas preocupaciones respecto a la llegada masiva de una población muy diferente a ellos proveniente desde Jamaica hasta Pakistán, que rivalizaba por sus puestos de trabajo, viviendas y ayudas sociales, que los convertía en extranjeros en su propia tierra e incrementaba la delincuencia en sus barrios… ¿por qué expresarlo mediante simbología supremacista y violencia que sólo generaban condena moral y silenciamiento por el sistema a sus demandas? Lo cierto es que la retórica racista hasta unas décadas antes había sido en buena medida el discurso legitimador del imperio (La carga del hombre blanco de Kipling), así que como herederos de esa tradición su problema era estar desactualizados, ser el eco de una realidad histórica ahora incómoda. De todas formas, también hubo personalidades como el mencionado Enoch Powell que expresaban esas preocupaciones de forma pacífica y con una, digamos, mayor corrección política, acorde a las nuevas convenciones sociales. Pero igualmente fueron tildados de nazis y racistas. Al final, se exprese de una u otra forma, en una sociedad tan clasista como la británica un problema difícilmente podía ser resuelto si afectaba sólo a barrios en los que no vivían quienes tomaban las decisiones.

Así que el flujo migratorio continuó y el equilibrio demográfico en ciertas zonas del país terminó dando un vuelco, con minorías que pasaban a convertirse en mayorías, al menos respecto al conjunto del barrio, distrito o ciudad en que vivían. Notting Hill volvería a ser escenario de conflictos raciales en 1976, pero ahora no eran teddy boys persiguiendo a algún jamaicano. Todo comenzó cuando la policía intentó detener a un carterista durante la celebración del carnaval en agosto, varios jóvenes negros acudieron en ayuda del perseguido y el enfrentamiento contra la policía escaló hasta convertirse en un disturbio que dejó 300 agentes heridos, junto a decenas de vehículos destruidos y tiendas saqueadas (aquí pueden verse algunas escenas). Dos semanas más tarde en Birmingham, inspirados por lo sucedido, cientos de jóvenes pakistaníes iniciaron una protesta en las calles de la ciudad por la detención de un ladrón y terminaron asaltando una comisaría. Comenzaba así a perfilarse un esquema recurrente desde entonces y extendido a décadas posteriores en el que un colectivo étnico se enfrentaba a la policía en defensa de un delincuente de su comunidad. Es decir, no existe un juicio moral, individual de los actos, sino una visión comunitaria donde cualquier acción policial por cualquier motivo contra «uno de los nuestros» es una agresión que debe ser respondida bajo el agravio del racismo, que en realidad —a diferencia de aquellos de 1958— ahora ya no existía o era marginal.

Mientras tanto, un grupo de jóvenes que leía titulares en la prensa sobre enfrentamientos aquí y allá («clash» en inglés) decidió formar un grupo de punk e influencia reggae jamaicana. Aquellos sucesos del carnaval de Notting Hill causaron una gran impresión en ellos tanto estética como ideológicamente: sus álbumes y camisetas incluyeron imágenes de aquellos disturbios, las letras de sus canciones apelaban a la población nativa inglesa a sumarse a la revuelta en temas como «White Riot» y, quizá como hecho más significativo, fueron el grupo estrella en Rock Against Racism. Fue un movimiento cultural pop inspirado como respuesta a unas declaraciones de Eric Clapton a Enoch Powell y a otras de David Bowie en las que anhelaba un régimen fascista y definía a Hitler como una de las primeras estrellas del rock. Respecto a este último no nos cabe la menor duda de que dijo tales cosas dado que siempre fue un artista peculiar hasta niveles marcianos, pero en su favor cabe sospechar que no eran del todo en serio…

En cualquier caso, para abril de 1978 tuvo lugar en Londres un concierto frente a más de 100.000 personas motivado tanto por una lucha genérica contra el racismo, como más concretamente contra el National Front, partido que en determinadas zonas de alta inmigración había logrado en esos años cerca de un 20% de los votos. Siendo The Clash una magnífica banda al margen de cuestiones políticas, el punk no resultaba ser tan antisistema al fin y al cabo: si el interminable flujo de mano de obra barata del tercer mundo y su concentración en zonas específicas afectaba en diversas formas a la clase trabajadora local, se ve que a esta solo le quedaba aguantarse en silencio. Claro que si una condena moral categórica es capaz de zanjar cualquier debate político, entonces cabe sospechar de la pureza de intenciones de dicho posicionamiento moral...

 

Leer en La Gaceta de la Iberosfera

 


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