domingo, 20 de agosto de 2023

En busca de la prevalencia de los idiotas (XIII)

 

Quintiliano


Martín-Miguel Rubio Esteban


Una democracia en la que los que pronuncian los discursos ante el pueblo son gente trabucante, ágrafa, sin gracia o culturalmente tartamuda, es una democracia fallida, casi siempre fundada en la mentira política, pues que la mayor parte de las veces, según Quintiliano, la mentira no es más que una contravención retórica y gramatical. Las únicas mentiras que admite la retórica política son las figuras literarias, que potencian la verdad cuando están bien fundamentadas. Al político actual, pilotado por el CEO de su empresa política, garante de los beneficios y reparto del botín, se le detectan sus crímenes y mentiras cuando todo ello se intenta ocultar o disfrazar en anacolutos, perífrasis anfranctuosas, estructuras gramaticales bárbaras o monstruos semánticos. Un discurso cojitranco y oscuro revela un alma sucia, embustera y delicuencial. Finalmente, el despotismo intelectual que impone el globalismo de Sánchez/Feijoo no puede ser jamás expuesto límpido con corrección gramatical, porque va contra la lógica de las cosas y el ser de las cosas.  

Con el transcurso del tiempo, y con el desarrollo de la retórica, el discurso pronunciado en la Atenas clásica ante el pueblo en la ekklêsía (dêmêgoría) se convirtió en un género específico (tò symbouleutikón génos), y se reconoció como uno de los tres principales tipos de discurso junto con el discurso forense (pronunciado ante un tribunal o dikastêrion) y el discurso epidíctico (principalmente ocasionado por una fiesta importante, un funeral público o acontecimientos “de re varia”). La Retórica nació de procesos sobre la propiedad. Hacia el año 485 a. C. dos tiranos sicilianos, Helón y Hierón, decretaron deportaciones, traslados de población y expropiaciones para poblar Siracusa y adjudicar lotes a los mercenarios; cuando fueron destituidos por un levantamiento democrático y se quiso volver al “ante quo” con la instauración de la libertad política, hubo innumerables procesos pues los derechos de propiedad estaban confusos. Estos procesos eran de un tipo nuevo, acorde con el nuevo régimen de la Democracia: movilizaban grandes jurados populares ante los cuales, para convencer, había que ser “elocuente”. Esta elocuencia, por pura necesidad del régimen político y de su funcionamiento, se convirtió rápidamente en objeto de enseñanza. Los primeros profesores de esta nueva disciplina fueron Empédocles de Agrigento, Córax, su discípulo de Siracusa —el primero que se hizo pagar las lecciones— y Tisias.

Es sabroso comprobar que el arte de la palabra está ligado originalmente a una reivindicación de la propiedad, al amor al suelo de uno, a sus bienes raíces, como si el lenguaje, en tanto objeto de una transformación, condición de una práctica, se hubiera determinado, no a partir de una sutil mediación ideológica (como ha podido suceder en tantas formas de arte), sino a partir de la socialidad más desnuda, afirmada en su brutalidad fundamental, la de la posesión territorial: nosotros hemos comenzado a reflexionar sobre el lenguaje para defender nuestra propiedad y la búsqueda de la felicidad personal. El discurso en libertad expresa como ninguna otra cosa lo que somos, y aun siendo a veces mezquino su contenido, refleja gracias a él la naturaleza humana sin estorbos políticos.

Ahora bien, la oratoria sigue civilizando a la ciudadanía libre aunque ésta sirviese sólo para defender los intereses más tangibles y obscenos. Sin  ella la democracia no podría civilizar, con todo el peligro que este hecho representaría para la propia subsistencia de la propia Democracia. En general la canalla y los pueblos bárbaros, enemigos de la Democracia, suelen gustar más de los discursos horros de oratoria y de arte, pues que a las gentes bárbaras y salvajes les gusta más, según Quintiliano, derribar una puerta que abrirla después de llamar («effringere quam aperire»), romper el problema antes que solucionarlo («rumpere quam solvere»), arrastrar antes que conducir («trahere quam ducere»), combatir, en fin, sin reglas en «un todo vale», antes que jugar respetando las reglas de juego y la persona del adversario ( vid. Inst. Orat. Liber II, cap. XII). El origen de la retórica está, por tanto, en los tribunales, y es, por tanto, el genus forense o iudiciale la madre de toda retórica. Es bien sabido que la tradición retórica aceptada de subdividir un discurso argumentativo en cuatro partes fue desarrollada por los retóricos griegos sicilianos. Las cuatro partes son: introducción (exordium, con su captatio benevolentiae y partitio rerum), declaración del hecho (narratio), prueba (generalmente subdividida en confirmación de la propia posición y refutación de los puntos de vista opuestos) (confirmatio) y conclusión (repetitio rerum y peroratio). Pero no se tiene muy en cuenta en general que esta estructura se aplica sólo a los discursos forenses, los primeros, y que la dêmêgoría siguió reglas diferentes. Por lo general, no había declaración del hecho (narratio), ya que el tema del discurso no era un crimen o una disputa entre dos partidos opuestos, sino eventos políticos importantes que eran universalmente conocidos. En lugar de la declaración del hecho, normalmente encontramos una propuesta específica, expuesta y defendida por el orador. Por lo tanto, la prueba a menudo se subdividía en tres partes: una argumentación preparatoria, la propuesta y argumentos adicionales en apoyo de la propuesta. Por otro lado, la refutación no era parte natural de un discurso político. Al debate en la ekklêsía se unían varios rhétores que a menudo aparecían de improviso y podían defender todos los matices de opinión, mientras que los procedimientos en un tribunal eran una confrontación entre dos oponentes. Además, el tenor de la argumentación era diferente: en el discurso de la sala del tribunal, el rhêtor se concentraba en el bien y el mal, y la atención se centraba en el pasado (v. gr. “Fulano fue encontrado con un puñal sangriento es su mano y Mengano muerto a sus pies”). Por el contrario, el rhêtor que pronunciaba un discurso político se preocupaba por el futuro y debatía lo que era conveniente o desventajoso para la pólis. Pero el propósito era el mismo en ambos casos: persuadir a la audiencia y controlar a la mayoría cuando se tomaba la votación, con la única diferencia de que en el discurso político (la demêgoría) el rhêtor tenía una estructura retórica más simple y más libre. Hemos argumentado anteriormente que la separación entre rhétores y strategoí fue causada por un creciente profesionalismo. Hablar en la ekklêsía requería una elocuencia natural o un entrenamiento en retórica que estaba más allá del alcance del ciudadano común. Cuando Pericles comenzó su carrera política no había escuelas ni profesores de retórica, ni en Atenas ni en Grecia. Y ni un solo rhêtor había publicado todavía los discursos que había pronunciado en la ekklêsía o ante un dikasterion. Los primeros profesores profesionales de retórica, Protágoras de Abdera y Gorgias de Leontinoi, visitaron Atenas en los últimos años de Pericles y después de su muerte. En el mismo período, Antifonte publicó por primera vez discursos forenses. Un siglo después el debate en la ekklêsía estaba dominado por oradores profesionales, y varios de los líderes políticos habían estudiado en la escuela de Isócrates o frecuentado la Academia de Platón. Demóstenes, Démades, Hipérides y Licurgo son nombres que se encuentran no sólo en los libros o la historia antigua, sino también en las historias de la literatura europea en el capítulo dedicado al nacimiento de la retórica. Es cierto que el ideal de un rhêtor para los atenienses era el ciudadano honesto y común que expresaba la verdad en términos simples y sencillos, pero en los discursos del siglo IV se elogia el ideal con una sofisticación que traiciona al orador profesional. El profesionalismo estaba ligado al elitismo y la belleza, formidable razón para un griego. Los programas de enseñanza ofrecidos por los sofistas eran caros, y sólo un hombre de ciertos recursos podía permitirse el lujo de tener un discurso compuesto por un logógrafo, id est, un hombre que se ganaba la vida como escritor de discursos. Numerosas fuentes arrojan luz sobre los logógrafos atenienses. Tanto los discursos conservados como los títulos de los discursos perdidos muestran que los logógrafos casi invariablemente compusieron discursos forenses para pronunciarlos en un tribunal. Hay muy poca evidencia de discursos deliberativos realizados por encargo por un logógrafo y pronunciados por el cliente en la ekklêsía. Así, tenemos sólo cuatro posibles ejemplos de discursos políticos (dêmegoríai) escritos por logógrafos:

(1) Antifonte, «Sobre el tributo de los lindos» y «Sobre el tributo de los samotracios». Ambos discursos sin duda fueron escritos por Antifonte para embajadores de estas póleis y el tema consistía en sus protestas contra el dictamen de los atenienses sobre el tributo a pagar por los aliados. Por lo tanto, no son demêgoríai genuinos, sino más bien discursos forenses pronunciados por embajadores ante el pueblo ateniense.

(2) Discurso de Trasímaco de Calcedonia «Sobre la Constitución Ancestral», que probablemente fuera un panfleto político y no un discurso para ser pronunciado en la ekklêsía.

(3) Discurso de Lisias «Contra la Subversión de la Constitución Ancestral de Atenas», que puede haber sido un discurso escrito por Lisias para un cliente que lo pronunció en la ekklêsía, pero parece más bien un panfleto político como el discurso escrito por Trasímaco y discursos similares escritos por Isócrates.

(4) El discurso de Dinarco sobre los honores a Dífilo, que probablemente fue una auténtica dêmêgoría, pero erróneamente atribuida al meteco Dinarco y, por tanto, no constituye un ejemplo de discurso logográfico. En consecuencia, en un examen más detenido de la evidencia, no hay ninguna buena prueba de una dêmêgoría escrita por un logógrafo para un cliente. Los logógrafos deben haber estado redactando sobre todo discursos forenses y no es difícil explicar por qué. Cualquier ciudadano ateniense podía ser obligado a comparecer ante el tribunal como demandado o como demandante. Si no estuviera acostumbrado a componer un discurso él mismo, él podía, sin embargo, encargarlo y pagarlo, y se acercaría a un logógrafo. La democracia ateniense no conocía la representación y, por tanto, tampoco los abogados, y el ciudadano, acusado o acusador eran los encargados de pronunciar los discursos. Pero todos los oradores de la ekklêsía se ofrecían como voluntarios. El rhêtor entrenado escribiría sus propios discursos, y un ciudadano que no estuviera entrenado ni dotado con el don de la palabra simplemente se mantendría alejado de la bêma. Así, muy pocos ciudadanos, si es que alguno, le pediría a un logógrafo que compusiera un discurso político en su nombre. ¿Quiere esto decir que sólo los grandes oradores participaban y hacían la política de la Atenas Clásica? En absoluto. El número de nombres de los proponentes de leyes es mucho más grande que el de los oradores. Un bouleutês o diputado, por ejemplo, podía proponer en el seno de la Boulê o Parlamento una medida de gobierno (proboúleuma) que luego podía ser presentada y defendida en la Ekklêsía por un rhêtor para ser ratificada por la Asamblea. En el preámbulo de la nueva ley aprobada lo que encontramos es el nombre del proponente, y no del rhêtor. Ello significa que todos los idiôtai de la Ciudad podían proponer decretos en la Boulê o directamente en la Ekklêsía, y que si no estaban seguros de su talento para defenderlos en un discurso podían pedir la ayuda de un amigo rhêtor que pudiese defender en un discurso la propuesta de acción política. Del mismo modo que en nuestro siglo XIX los que estudiaban escribían las cartas a las novias de otros, así también un amigo rhêtor te podía ayudar a defender tu sugerencia política antes los idiôtai de la Asamblea...

 

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