miércoles, 30 de agosto de 2023

La noche de la iguana


Ava Gardner en el rodaje de La noche de la iguana


Vicente Llorca

Cuando hace más calor todo parece detenerse, fuera. Desde la barra del bar la carretera semeja estar más lejos: la báscula de los camiones al fondo, la gasolinera del otro lado, la estación de tren vacía…Hablando de su árida isla de Sicilia, desolada en agosto, el príncipe de Lampedusa, cuyos Racconti releo estos días, afirmaba que: “El sol es el auténtico soberano de Sicilia… anulaba toda voluntad individual y mantenía cada cosa en una inmovilidad servil, acunada con sueños violentos”. En algún lugar de sus memorias el escritor Lampedusa relataba un viaje al extremo sur de la isla, al palacio familiar de Santa Margherita de Belice, presidido por un calor antiguo, impasible, sobre los campos desolados. El también siciliano Leonardo Sciascia al intentar conocer los lugares del frente en La Mancha, años después de la guerra civil, tendría la sensación de que aquél era un escenario conocido y escribiría: “Recorrer España para un siciliano es un continuo resurgir de la memoria histórica, un rebrote de lazos, de correspondencias, de cristalizaciones…”. El sol, comentaba, había agostado todo el paisaje.


El interior del mesón está ahora en sombra. Entra alguien, conocido. X viene de paso. Me invita a un café. Ha empezado luego a contarme historias sobre un cordel donde, dice, en tiempos tenían que transportar la paja que recogían hasta otra finca distante, ya en el campo de Ledesma, allá sobre el río. Era el tráfago incesante de los días de agosto, en medio del polvo, el aire que no se mueve, un cielo inclemente.


Luego, ha entrado otro conocido, S., jubilado ya. Conoce todos los caminos de la zona. Durante años ha conducido un camión para la finca de San Fernando y le ha tocado entrar y salir de todos los pajares y rastrojos de la provincia.


Con S. me entretengo siempre porque, además de las rutas de la comarca, conoce los modelos de tractores de otra época, descripción que siempre me ha fascinado. Eran artefactos sólidos, cuadrados, algo renqueantes. Los Mc Cormick, Lanz, Steyr, Ebro, Ursus… Había incluso algún tractor soviético, que no sé cómo llegaría hasta aquí, que había que arrancar con manivela y sonaba a pistón reumático desde lejos. (Recordaba las barcas en la bahía de Altea cuando a la tarde salían en fila, parsimoniosas, a la mar). Uno de los modelos bélicos tenía la inquietante costumbre de invertir la marcha. Y cuando arrancaba hacia atrás no había forma de pararlo, comenta. Ninguno de ellos tenía cabina: el tractorista soportaba desde el asiento metálico un sol que caía sin piedad sobre aquel monstruo terco y lento, llegado de no sé qué plan quinquenal sin piedad tampoco.


-Yo recuerdo un Steyr, en la finca -le comentaba a S.- Era muy alto y volcaba siempre. Recogía todo el calor del suelo.


-Lo que recogía era el calor del motor -apuntaba éste-. Venía a salir sobre las piernas del tractorista.


Era la venganza, apunta risueño X, de los que a pie iban cargando los paquetes de paja, con callos en las manos y un pañuelo en la cabeza, sobre un conductor que, al menos, iba sentado. Un polvo inclemente acompañaba todas las labores. Surgía de los caminos, del heno, de los remolinos que bailaban de pronto sobre el campo amarillo. Cubría al final las ropas y los aperos de los que trajinaban sin que a veces se supiera muy bien de dónde había surgido. Era un calor seco, hecho de paja invisible y tierra estéril, que no se movía en todo el día.


En otro lugar, por contraste, estaba un calor muy distinto, que sólo conozco por la literatura de William Faulkner. O de un magnífico relato de la también sureña Eudora Welty -“No place for You, my Love”-, que había releído estos días. En donde los escépticos amantes viajaban hasta el fin del mundo, al sur de Nueva Orleans. “Como si se pudiera ir más al sur”-comenta uno de los personajes del relato. Nada se movía en los pantanos. Excepto un rumor ominoso de insectos y caimanes en la sombra. Insomne y húmedo era el mismo calor que se traslucía del rumor de chicharras nocturnas sobre un porche de madera en la película “La noche de la iguana”, el tórrido film de John Houston, con los no menos tórridos protagonistas Richard Burton o Ava Gardner, sobre el relato homónimo de Tennessee Williams. Pero aquí el sur está muy lejos.


En un momento han entrado en el tabanco dos ciclistas, vestidos de guerra de las galaxias con un casco birmano y colores de tornasol en las mallas. Resoplan fuerte, para que los demás advirtamos de su esfuerzo.


-Vaya calor hace.


-El cambio climático -le explica el otro a Nagore, que les sirve no sé qué tónico naranja sin comentarios.


X. no ha dicho nada. Se los está intentando imaginar cargando paquetes de avena en agosto. O aventando grano en una era calcinada. Pero sabe que es imposible, y que los viajeros galácticos no pueden ni concebirla. Ni al verano, como ha sido siempre.