Curtis Yarvin
Los visitantes habituales de este lóbrego callejón intelectual estarán familiarizados con mi obstinada insistencia en que el idealismo progresista, el multiculturalismo, el universalismo liberal, o cualquier etiqueta similar para el conjunto de pensamientos que piensan todas las buenas personas, no son sólo buenos pensamientos, sino que son en realidad la secta moderna dominante del cristianismo.
Como ateo no tengo ningún interés en la teología, y no me parece que las doctrinas teológicas, como la divinidad de Jesús, la existencia de Dios, la naturaleza de la Trinidad, etc. sean una forma útil de clasificar los tipos de creencias que me rodean. Sólo me preocupa lo que la gente cree sobre el mundo real. Creo que esas creencias evolucionan como lo hacen las lenguas, me parece importante seguir su evolución a lo largo del tiempo y me niego a eliminarlas de mi radar a causa de mutaciones teológicas que me parecen puramente superficiales.
Puede que esta historia te convenza o no, pero espero que puedas estar de acuerdo en que el profesorado de Harvard en 2007 cree mayoritariamente en la igualdad humana, la justicia social, la paz mundial y el liderazgo comunitario, que el profesorado de la misma institución tenía prácticamente las mismas creencias en 1957, 1907, 1857 y 1807, y que en cualquiera de estos años habrían descrito estos puntos de vista como la cúspide absoluta del cristianismo. Tal vez yo sea desconfiado por naturaleza, pero me resulta un poco difícil creer que en algún momento de 1969 las mismas creencias se volviesen a deducir de la razón pura y la ética universal, cuya coincidencia con el Nuevo Testamento es, como mínimo, notable.
Aunque sea para el propósito de meterme con ella, llamo a esta secta criptocalvinismo: «cripto» porque oculta su ascendencia; y «calvinista» primero porque es la principal descendiente directa, a través de los puritanos de Nueva Inglaterra, del calvinismo propiamente dicho, y segundo porque se asemeja a la teocracia ginebrina de Calvino en muchos detalles, sobre todo en su afición por la verdad oficial.
La doctrina calvinista ha mutado considerablemente a lo largo de los años, sobre todo, pero no exclusivamente, en el departamento teológico. El credo hippie actual del amor universal, aunque debe menos a la década de 1960 que a la de 1830, chocaría bastante al viejo y sombrío doctor. Sin embargo, un rasgo que comparten casi todos los descendientes del calvinismo es un compromiso esencialmente posmilenial con la construcción del reino de Dios en la tierra, como se ve, por ejemplo, en la retórica de los puritanos de la ciudad en una colina.
Pero, como han señalado algunos comentaristas, todo esto es prácticamente irrelevante. ¿No queremos todos vivir en una buena sociedad? ¿Es tan sorprendente que muchas ideas bíblicas sean buenas ideas? ¿No dijo también Jesús que el cielo era azul? Ciertamente, Harvard se fundó como una institución cristiana, ciertamente siguió siéndolo explícitamente hasta hace poco, y ciertamente nuestra cultura universalista secular tiene profundas raíces cristianas. Pero en la era liberal de la posguerra, descartamos sabiamente los aspectos del cristianismo que son obsoletos y supersticiosos, al tiempo que conservamos su sólido núcleo ético, reforzado con una vigorizante dosis de razón y ciencia modernas.
Es un argumento muy sensato. Ninguna retórica superficial puede rechazarlo. Ciertamente, hay un elemento de lo que casi podría llamarse macartismo en mis intentos de conectar el universalismo con el protestantismo. Por supuesto, las técnicas macartistas de culpabilidad por asociación se aplican rutinariamente contra nazis, fascistas, racistas y otros maleantes, pero esto no los hace buenos. El Tercer Reich, por ejemplo, fue el primer Estado occidental que relacionó el tabaquismo con el cáncer de pulmón, pero esto no me lleva a querer salir a comprar un paquete de Marlboro.
El sistema de creencias que yo llamo «criptocalvinismo» afirma ser un producto puro de la filosofía, no una mera evolución del protestantismo tradicional del típico estado demócrata. Del mismo modo, el actual movimiento de «diseño inteligente» nos asegura que su asociación con el cristianismo del típico estado republicano es una mera coincidencia.
La única forma de refutar estas afirmaciones es analizando el fondo. El hecho de que los defensores del «diseño inteligente» tiendan a ser cristianos fundamentalistas indica claramente que los ateos como yo debemos examinar de cerca sus teorías. Pero no constituye una prueba efectiva del argumento. Del mismo modo, el hecho de que los universalistas multiculturales abracen ideas estrechamente relacionadas con las de sus propios antepasados cristianos podría explicar, si esas ideas estuvieran desvinculadas de la realidad, cómo llegaron a ser tan populares y a tener tanto éxito. Pero no contribuye en absoluto a demostrar el si.
Así que me ha parecido que sería interesante echar un vistazo al principal filósofo político del universalismo liberal: John Rawls. En concreto, Rawls es un teórico de la justicia social, uno de mis «cuatro puntos» del criptocalvinismo.
En realidad, no sólo quiero echar un vistazo a Rawls. Quiero su cabeza para la repisa de mi chimenea. El problema es que tantos escritores han desacreditado a Rawls tan completamente —el tratamiento de Nozick es quizás el más exhaustivo— que lo mejor que alguien puede esperar ahora es una copia china barata. No obstante, participaré en este ritual de decapitación como si realmente importara.
Mi argumento es que Rawls no es un filósofo, sino un ministro [de la fe]. Como sus antepasados calvinistas, intenta establecer el reino de Dios en la Tierra. A diferencia de ellos, él no lo admite. La idea básica de mi ataque es hacer explícito el aspecto cristiano de la teoría de Rawls y observar hasta qué extremo tiene más sentido el rawlsianismo bajo esta luz, y cuán poco sentido tiene cuando retiramos esa misma luz.
Lo primero que advertimos de Rawls es el título de su famoso libro, Una Teoría de la Justicia. Como ya he mencionado antes, no es sólo arrogante, sino activamente orwelliano. Durante aproximadamente los últimos 2500 años, la palabra justicia y sus diversos predecesores indoeuropeos han significado «la ejecución exacta de la ley». Rawls no está más interesado en la ley que yo en la doma de caballos, y cuando redefine la palabra justicia para significar, efectivamente, rectitud, uno nota con cierta consternación que está confiscando un sustantivo sin sinónimos existentes. Pero quizá fue decisión del editor; quizá Una Teoría de la Rectitud sencillamente no habría tenido tanto éxito.
La segunda cosa que notamos de Rawls es que es un escritor increíblemente aburrido y pomposo. Tiene una sola idea, y la repite hasta un extremo que es sencillamente increíble. La mala escritura es preocupante en cualquier defensa del statu quo, porque no pasa la prueba del ogro de Auden. Pero, de nuevo, esto no es concluyente.
Así pues, examinemos más de cerca la idea de Rawls, el famoso velo de la ignorancia. Pero probémosla en el contexto en el que tiene más sentido: el reino de Dios en la tierra.
Supongamos que Dios existe. Supongamos que es omnipotente, omnisciente e infinitamente benévolo, y que emplea un número arbitrario de ángeles para cumplir sus perfectos deseos. Si eres tan ateo que no te lo puedes ni imaginar, imagina a Dios como un extraterrestre con acceso a tecnología alienígena infinita.
Dicho extraterrestre acaba de llegar al Sistema Solar y desea establecer su reino en la Tierra, quizá por su ecosfera de base acuática, su clima templado y su excelente chocolate. Como, de hecho, es Dios, los detalles de implementación no le preocupan. Y como es infinitamente benevolente, quiere lo mejor para todos. Y por eso le consulta a John Rawls.
Rawls le dice que la sociedad ideal será la que elijan unos seres humanos arbitrarios que no son conscientes de la posición que van a ocupar en esa sociedad. Así, por ejemplo, un rawlsiano podría preguntarse: ¿quién debería cobrar más, un piloto de NASCAR o un camionero? El observador tras el velo de la ignorancia probablemente dirá que el camionero debería cobrar más, porque conducir en las 500 Millas de Daytona es tremendamente divertido, y transportar un cargamento de sofás de Chicago a Las Vegas no lo es en absoluto. A menos que se pague más al camionero para compensar esta desigualdad, estará relativamente en desventaja, un resultado que el observador (que no puede tener ninguna razón para no temer que se le asigne este papel) tratará de evitar.
Este planteamiento tiene un aroma casi medieval y puede dar lugar a infinidad de entretenimientos intelectuales. Por supuesto, ni siquiera John Rawls puede deducir el «debería» del «es», y no hay ningún motivo racional para preferir su definición de una sociedad ideal a la de cualquier otro. Las éticas son fundamentalmente estéticas. Pero hay una claridad y una belleza en la teoría rawlsiana de la rectitud que la hace estéticamente muy atractiva, y desde luego no puedo imaginar ninguna solución al mismo problema que me resulte más satisfactoria.
La dificultad, por supuesto, está en el planteamiento. Lo que Rawls ha llevado a cabo es una hermosa hazaña de desorientación. Su problema imaginario está diseñado casi a la perfección para apartar la atención del hombre racional del verdadero problema.
En el reino de Dios en la tierra, a Dios le resulta muy fácil asegurarse de que a los conductores de la NASCAR se les pague menos que a los camioneros. Nadie puede desobedecer a Dios. Él nos asigna nuestros papeles, dirige cada uno de nuestros movimientos. Si Dios te dice que gires a la izquierda en el próximo semáforo, no te desvías a la derecha.
La pregunta es: ¿qué relevancia tiene esto para el verdadero problema de gobierno? La respuesta es: ninguna. Como dijo Madison, si los hombres fueran ángeles, no necesitaríamos gobierno de ninguna clase. En el reino de Rawls, no somos ángeles, pero estamos gobernados por ángeles. El gran problema de ingeniería, que consiste en diseñar un sistema en el que los humanos falibles puedan gobernarse unos a otros y llevarse bien, simplemente no existe en la filosofía de Rawls.
Por supuesto, Rawls no dice esto. Sólo lo fomenta. Al establecer un ideal de justicia que sólo el gobierno divino puede alcanzar, Rawls proporciona la distracción perfecta para ayudar a sus lectores a olvidar que, en realidad, los hombres sólo son gobernados por hombres, y la historia sólo conoce dos tipos de gobierno: los basados en la ley y los basados en la violencia.
Por ejemplo, en el ejemplo NASCAR-camionero, ¿qué tipo de ley garantizaría un resultado rawlsiano? ¿Tendríamos controles de salarios y precios, al estilo Nixon? El aroma a cristianismo medieval es inconfundible. Casi se pueden saborear las leyes suntuarias.
¿O habría siquiera leyes? En consonancia con su derogación de la mera justicia formalista, la filosofía de Rawls es profundamente antijurídica. El problema del velo de la ignorancia ni siquiera pretende una solución objetiva que pueda ser acordada de forma fiable por múltiples partes en conflicto.
Si estuviéramos gobernados por el dios rawlsiano, que resuelve él mismo el problema del velo de la ignorancia e impone la respuesta por pura fuerza angélica, sería encantador. Pero en el reino de los hombres, cuando diferentes hombres tienen diferentes definiciones de «justicia», tienen una conocida tendencia a pelearse por el resultado. No es sólo que la rectitud cósmica y la ley coherente y objetiva sean cosas diferentes. Es que son activamente opuestas. Las normas arbitrarias cuya derivación es enteramente histórica, pero cuyo resultado es absolutamente claro —como los títulos de propiedad— son a menudo la única forma de definir un consenso en el que todos puedan estar de acuerdo pacíficamente.
En otras palabras, el rawlsianismo sin el Dios rawlsiano es una receta casi perfecta para la fricción. No es de extrañar que en el siglo XX casi 100 millones de personas fueran asesinadas en diversos intentos de construir utopías igualitarias. No se puede culpar a Edward Bellamy por no haberlo sabido, pero sí a Rawls, y yo lo hago.
El diseño de sistemas jurídicos es un problema de ingeniería. Cuando subestimamos este problema, cuando lo sustituimos por un sucedáneo religioso o cuasi-religioso, o cuando buscamos niveles de perfección que sólo son alcanzables mediante la intervención de espíritus benévolos, invitamos al desastre ingenieril. El propio Rawls tuvo la suerte de vivir toda su vida en un país gobernado, aunque imperfectamente, por algo que todavía se parecía al imperio de la ley, en el que «justicia» todavía significaba justicia y no rectitud celestial. Pero no todos han sido tan afortunados.
(Publicado el 28 de junio de 2007)
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