domingo, 6 de agosto de 2023

La última bomba



MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN
Doctor en Filología Clásica


El fuego fue el primer descubrimiento; éste es el segundo. Winston Churchill

El 22 de julio de 1945 Harry Truman contó en Berlín al primer ministro británico, con todo lujo de detalles, el resultado del estallido de la primera bomba atómica en un paraje del desierto de Nuevo Méjico. Con aquel magno experimento se había logrado la fisión del átomo. Era una bomba de sólo trece libras, pero había abierto un cráter de media milla de diámetro. Entre el humo que despedía el puro de Churchill el sencillo presidente americano relataba cómo todas las personas que se hallaban en un radio de diez millas se habían echado al suelo con los pies vueltos hacia la bomba; luego se volvieron e intentaron mirar al cielo. Pero aún con las lentes más oscuras, resultaba imposible resistir el resplandor. Aunque era en plena noche, aquel resplandor era como si siete soles estuvieran alumbrando la tierra; pudo verse aquel resplandor apocalíptico desde doscientas millas de distancia. Los gases de la bomba se remontaron hasta la estratosfera.

-Es como una fantasía de H. G. Wells – comentó Churchill.


Se había logrado un hito terrible en la Historia del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. Acababan de arrancar el secreto fundante de la naturaleza. Se habían gastado en ello tres mil millones de dólares. Habían edificado para el proyecto dos ciudades de la noche a la mañana, y casi nadie sabía individualmente en lo que trabajaba. Los mejores científicos americanos, ingleses y alemanes antinazis, pilotados por Oppenheimer, habían estado atareados con ello. En realidad fueron los ingleses los que lanzaron a los norteamericanos a la consecución de la bomba. Churchill suponía que con aquel tipo de energía probablemente se acabaría con el combustible ordinario.

-Pero, Harry, si esta bomba la tuvieran los rusos, sería el fin de la civilización. Arrojada sobre Londres haría desaparecer la City, y lo mismo pasaría con tu Nueva York.


-Por el momento, Winston, la vamos a utilizar contra el Japón, sobre ciudades, no sobre ejércitos. Y nos parecería incorrecto emplearla en el Japón sin decírselo a los rusos; así que se les comunicará mañana. Además, nos preocupa que Stalin haya dicho que no sería justo dejar que Inglaterra y Norteamérica derramen en Japón su sangre sin ayuda de la Unión Soviética. Esta bomba parará las pretensiones del comunismo ruso tanto allí como aquí.


Tal como le había dicho Truman a Churchill en Berlín, se arrojaron dos bombas atómicas sobre el Japón, la primera en Hiroshima, el 6 de agosto de 1945, y la segunda en Nagasaki, tres días después. Los japoneses ofrecieron su rendición el 10 de agosto, evitando así la necesidad de una invasión aliada y, sobre todo, la presencia de tropas rusas en suelo nipón. Rusia no declaró la guerra al Japón hasta cinco días antes de su capitulación.

-Rusia ha cambiado de tono desde lo de la bomba atómica. Se ha dado cuenta de que no puede hacer lo que se le antoje con el mundo – decía satisfecho Winston durante sus vacaciones en Italia, tras su derrota electoral de 26 de julio ante Attlee y Bevin.


El estreno de la película “Oppenheimer”, de Christopher Nolan, ha vuelto a poner la bomba atómica de moda, ahora que se vuelve a cumplir la fatídica efemérides anual de Hiroshima, y que la guerra ruso-ucraniana entraña hoy al mundo un miedo distinto a cualquier otro tipo de guerras, precisamente porque nos encontramos metidas en el ya muy sangriento conflicto las grandes potencias nucleares, y aunque quizás peque este largometraje de demasiado argumentoso, quizás con demasiado tiempo empleado para visualizar la mente del héroe, nos encontramos en los diálogos claras verdades que desvinculan a Oppenheimer con su bomba, cuando el siempre sencillo Truman le recuerda que el que hace el arma no tiene nada que ver con el que la usa.

-Estese tranquilo, yo soy quien lancé la bomba, no usted.


Como siempre, las armas responden a una voluntad política, y no al que las inventa, aunque también tengan un interés político los fabricantes, claro. La película también describe muy bien cómo en épocas de polarización los pensamientos libres se hacen sospechosos de traición, y los más lacayos y mediocres alimentan estas sospechas contra quienes sostienen con su libertad de pensamiento la libertad de toda la comunidad. La polarización ahoga la inteligencia y desarrolla la servidumbre y la estupidez. J. Robert Oppenheimer, héroe de la película –todas las películas de Christopher Nolan lo son de superhéroes– fundamenta su grandeza humana más que en su saber de la Física, en su fidelidad absoluta a su verdad moral, llevada casi “usque ad sanguinis effusionem”. En estos momentos de globalismo dogmático, de estricto catecismo político, la biografía de un ciudadano americano que se mantiene atrincherado en sus principios morales, pase lo que pase, es un viento fresco que nos alivia la cara del alma. Parece que Oppenheimer había traducido del sánscrito el Bhagavad-gîtâ, en el que encontró avisos y advertencias que coinciden con las de nuestro San Agustín: “Es preferible una ignorancia fiel, a una ciencia temeraria”. Además del sánscrito, Oppenheimer leía también sin problema las grandes obras de la literatura clásica en griego y latín. El antagonista de Oppenheimer fue Lewis Strauss, maravillosamente interpretado en la película por Robert Downey Jr., y representa la mediocridad constitutiva del político ambicioso sin conciencia, del enredador capcioso, del alma áptera y tullida de la que hablaba Rubén, del hipócrita resentido de clase (“Mi padre era zapatero”), siempre los peores resentidos de la derecha. Frente a él se yergue el aristocrático protagonista, con el alma atribulada, hundida por el peso de su cruz, empecatado por la ciencia que puso al servicio de la política. El gran atractivo moral de Oppi es su arrepentimiento que lo marchita, un arrepentimiento que exige y clama castigo, un castigo que su mujer no entiende, cuando ve que se deja maltratar por sus enemigos. Su mujer no entiende que necesita ser castigado, aunque el castigo no lo ejecuten las familias de las decenas y decenas de miles de japoneses abrasados por la bomba, sino todos aquellos que favorecieron y favorecían las armas más letales. La soberbia intelectual de Oppi desaparece tras la bomba; ha sido derrotado, y sólo queda un ser moral que sufre y sangra, es el momento en que el viento levanta el sombrero de Einstein.

[El Imparcial]