lunes, 21 de agosto de 2023

César González-Ruano: melancolía, mundanidad y belleza


 

César Abelenda Delgado

 

«Siempre se termina así, con la muerte. Pero primero ha habido una vida, escondida bajo el bla, bla, bla, bla, bla… Resguardados bajo la frivolidad y el ruido, el silencio y el sentimiento, la emoción y el miedo están los demacrados e inconstantes destellos de belleza».

Con estas líneas finales, Paolo Sorrentino, guionista y director de La grande bellezza, clausura el viaje de Jep Gambardella, símbolo cinéfilo del desclasamiento psíquico y moral que padece en nuestro tiempo el buscador de bellezas perdurables.

Aquella cita responde a otra que sirve de apertura a la película, perteneciente al Viaje al fin de la noche, que dice así: «Viajar es muy útil, hace trabajar la imaginación. El resto no son sino decepciones y fatigas. Nuestro viaje es por entero imaginario. A eso debe su fuerza. Va de la vida a la muerte. Hombres, animales, ciudades y cosas, todo es imaginado. Es una novela, una simple historia ficticia».

José Antonio Montano, en artículo reciente, apunta sobre el órgano más importante del ser humano, la memoria: «Es admirable el trabajo de la memoria: cómo olvida, cómo recuerda, cómo compone y recompone. Prácticamente arrasa las jornadas y se queda solo con instantes poéticos sueltos y un esquema narrativo».

La obra literaria de César González-Ruano podría tener, como claustro porticado, esta tríada de pensamientos, que se puede completar con uno que escribió el propio Ruano, y cuya mera autoría bastaría para hacerle ingresar, automáticamente, en el panteón de los grandes escritores de nuestras letras: «Ha viajado uno mucho. Aparte del placer o de la enseñanza momentánea que dan los viajes, lo que más importa de ellos es la fabulosa riqueza que acumulan en los oscuros desvanes de la memoria y de cuyos réditos, por poca que sea nuestra imaginación, se puede vivir con íntima opulencia. Hay un tesoro enorme y finísimo que los dioses han negado a la juventud: la nostalgia. La juventud lo tiene todo, menos lo que no ha tenido tiempo de tener, y en este apartado hay casi más maravillas que en ningún otro. Es más bello haber tenido, que tener en efectividad presente o en probabilidad futura. La víspera es una emoción elemental, un estado psíquico primario. El día siguiente es el que trae premio a las almas de calidad. En el banquete vital, quien disfruta mejor es el que tiene capacidad rumiante. Las cosas que están quizá no son. Pero las cosas que fueron están siempre».

Dicho en otras palabras: en toda vida se encuentra, tímida, latente, polvorienta a veces, una obra de arte en germen, que sólo pasa de la potencia al acto gracias a la autoconsciencia que pasaporta el acto de la escritura, de la metamorfosis artística, de un juego intelectual de anamnesis y prolepsis que exhuma, con la caña de lenguaje, del légamo frívolo y ruidoso, silencioso y sentimental, emotivo y terrorífico, lo que hay de angélico, que diría Eugenio d’Ors, de categoría poética, en la telaraña de anécdotas en que nuestro yo se ahoga. Y es que el gran arte, que es siempre arte de la memoria y sobre la memoria, consiste acaso en enjugar la pesadumbre de vivir mediante la puesta en primer plano de «los demacrados e inconstantes destellos de belleza» que boquean, como peces moribundos, en las arenas de nuestra soledad.

César González-Ruano tuvo una conciencia trabajada en la cantera de esta forma de mirar que los clásicos llamaron melancólica, los modernos nostálgica y que él aludiría, meramente, como poética, tomando la escritura como otros tomaron el boxeo, la tauromaquia o el sacerdocio, comprendiendo el mundo como una central nuclear de mensajes literarios; entregándose a una escritura perpetua, a una mística literaria febril, que, al verla hoy escultórica, tantos años después, en el negro sobre blanco, nos demuestra que el mundo es, en efecto, una realidad esencialmente literaria, y que, por ello mismo, el escritor es el aristócrata de la vida, pues columbra los estímulos cifrados en lo mundano a través de un monóculo invisible que polariza todo lo real hacia su existencia simbólica, eterna, en una operación alquímica consciente, obsesiva y avara. Ruano acredita como pocos casos en nuestra literatura la escritura total, la de aquel que escribe por necesidad biológica y filosófica, porque necesita pasar su vida y su mirada a la euritmia y eufonía de los puntos y las comas, de unas palabras ordenadas que traducen la materia informe a un lenguaje matemático y diáfano que dice algo como: «Muchos días salgo y entro, siempre tarde, en casa con cara y corazón de otros tiempos. Como si en pleno julio exterior, en pleno interior otoño, abril fuera en mis ojos». Tres líneas y, en ellas, el peso literario que no se encuentra en cientos de párrafos hodiernos juntos y revueltos. El inicio de un artículo que, al terminar de leer, nos zarandea con la contundencia estructural y poética de un soneto.

 

La crítica, al decir del propio Ruano, es un convento tapiado que conviene no asaltar si, al cultivo especializado de un huerto parcial, uno prefiere la contemplación diletante y, acaso, la glosa marginal y romántica. Nietzsche advirtió a los hombres seducidos por las luminarias del pasado del arqueologismo letal en que pueden acabar ciertos ejercicios intelectuales que, replegados sobre el fenómeno del pensamiento, obvian la vida, al decir de Ortega, única realidad radical. Ruano trabaja con la realidad radical en su literatura, y sin necesitar echar mano de intelectualismos pirotécnicos, filosofa, como ha filosofado siempre el español, por la vía perezosa y sublime de la literatura. En su caso, con ochenta libros convulsos y vitalísimos, en donde la vida, en toda su múltiple variedad, se puede tocar y se confunde con la historia. Ruano cartografía lo grande inadvertido y lo menudo familiar, perfumista de los matices, en biografías, ensayos y dietarios, en treinta mil artículos arrojados desde los cafés a la vida civil española, en poesías y novelas que se nutren de aventuras biográficas que lindan la cinematografía, y que lo convierten hoy en criatura legendaria, con ribetes dorados y negros que se entremezclan armoniosamente. Por todo ello, en César González-Ruano: Melancolía, mundanidad y belleza (SND Editores), no hemos pretendido ofrecer un estudio filológico, sino, al contrario, una invitación amistosa a un contubernio esteticista en donde se repudia la bajeza del ambiente cultural de nuestros días, proclamando, frente a esta (no sólo la filosofía y la política implican la dialéctica amigo/enemigo, también la estética, al afirmar, niega), una adhesión sentimental y política a la gran belleza aniquilada, a esa desamparada hermosura literaria, arquitectónica, consuetudinaria y moral que periclita con el totalitarismo de la vulgaridad contemporánea. La de Ruano es una de esas fastuosas elegancias de una Europa otra que dormitan, si bien dotadas de un pulso y respiración que ya quisieran muchos vivos, en las deshabitadas galerías del gran gusto, que han sido cerradas a cal y canto por el Estado cultural (Fumaroli), desguazados sus enseres en el descampado de lo inútil, disueltos sus contornos en el ácido de una burricie que sólo da estatuto de bueno a lo nuevo, o bien, a lo que puede concurrir —caídos los templos y las verdades inscritas en las estrellas— en los distintos mercados sectoriales.

Para quien no lo conozca, a causa de la nesciencia doctrinal de escuelas y academias, nesciencia con la que también trabaja la prensa, la vida literaria, actualmente penosas y tristes, y la creación en sentido extenso —antiguas correas de transmisión intelectual que han tornado fámulas de la democracia morbosa, esa enfermedad infantil del liberalismo— César González-Ruano fue el periodista literario más prestigioso de la vida española durante casi dos décadas, entre su vuelta a España, tras la Segunda Guerra Mundial, regresado de un largo periplo cosmopolita, y su muerte, producida en diciembre 1965...

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