Francisco Javier Gómez Izquierdo
Así como la imperfección entre vascos se detecta entre aquellos individuos que no saben jugar al mus, la apoteosis emocional no tiene cabida en pechos que desprecian el fútbol. El fútbol conmueve como nada en el mundo y si alguien lo duda ahí está la Argentina toda para dejarnos claro qué cosa es un sentimiento. Diga don Infantino y su principesca corte lo que quiera, pero en Qatar ni se respira, ni se mama, ni gusta el fútbol. Las muchedumbres argentinas y el palco de autoridades han hecho que Doha tenga cierta similitud con la Buenos Aires del 78 y todo pareciera el escenario perfecto para encumbrar a Messi, esa especie de dios errante que buscaba desesperadamente su peana en el Olimpo. El decorado lo costeó el emirato. Se sospecha que buena parte del público, lo que hace llamativo el espectáculo, también.
Técnicos extravagantes, periodistas enloquecidos, convulsos movimientos en el fanatismo de los 46 millones de hinchas que transitan de la devoción al desprecio con insólito ritmo, han tenido a Messi en los últimos quince años en un sinvivir que parecía impedirle alcanzar la felicidad. Tras esos tipos tan raros como Sampaoli, Bauza, el Tata Martino (buen hombre éste), Sabella, Batista, Maradona...llegó Scalonni y supo mezclar energías salidas del trabajo, la emoción y ¡cómo no! el talento. Desmedido talento tiene Messi, pero Di María va muy bien servido, y Enzo Fernández y Julián Álvarez, y... luego hay que complementar con la compaña que debe resultar fiera, arrebatada, energuménica...
Llegó Argentina a esa final cuatrienal que paraliza a más de media humanidad con las obligaciones bien explicadas por Scalonni, los compromisos asumidos por su plantilla y el furibundo aliento de sus hinchas. Francia llegó con bastante menos ruido. Con un punto subido de altivez y dándoselas de elegante, pero en realidad pareció abúlica, sin sangre y servidor empezó a sospechar que andaba toda ella con el virus del camello que hablaba la prensa. Así, despectiva y arrogante, pasaron 80 minutos y encajaron dos goles argentinos. De repente, tras una tontada de Otamendi, similar a otra melonada de Dembelé, se desató Mbbappé, uno no sabe a qué cadenas amarrado, y se pasó a una fenomenal sucesión de aventuras que todo buen aficionado disfrutó con emoción. Emoción, ése es el quid de la cuestión en el fútbol. Ni se compra, ni se vende. Se siente. Fueron otros ochenta minutos extraordinarios, donde a servidor ya le daba igual lo que pasara.
Saben ustedes que uno quería que ganara Francia; mi doña, Argentina, pero que no la ganara Messi. Mi doña es del Madrid y se ve que los cariños condicionan. Lo que cada cual deseó ayer pertenece a su particularidad, pero hay que reconocer que a la familia de Qatar le salió una final apañada, bonita de ver y disfrutar y además acabó como ella y los que manejan el fútbol querían: con Messi campeón del Mundo, al que pusieron una especie de "manta de aceitunas" como dijo el gran Paco, para recoger con la liturgia debida en el lugar, un trofeo que no tiene igual.
Felicidades a la Argentina.