domingo, 25 de diciembre de 2022

Remembranzas trevijanistas XXXV




MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN
Doctor en Filología Clásica


Hesíodo estigmatizaba en fuertes términos a quienes corrompían la Justicia a fin de que no cumpliera con su deber con los poderosos: “El clamor de la Justicia se alza siempre a cualquier lugar de donde pretendan desplazarla los devoradores de prebendas, que sólo entienden por justo la interpretación que más les conviene. Llorando la Justicia persigue por ciudades y moradas a los hombres que tratan de rehuirla o torcidamente administrarla” ( Los trabajos y los días, vv. 220 y ss. ). Parece que el divino Hesíodo estuviera describiendo los últimos cuarenta años de la Justicia española, impotente ante los crímenes y desafueros de una partidocracia que la mueve como un muñeco de feria.

El 20 de febrero de 1997, a las ocho de la tarde, se celebró en el Palacio de Congresos de Madrid un acto multitudinario en favor de la dignidad e independencia de la Justicia, tan maltratada entonces, como ahora, por la clase política más ignara y bárbara que ha tenido España, y que acabó convirtiéndose el suceso, como por honor cívico no podía ser de otra manera, en un homenaje a los jueces y fiscales más valientes que entonces integraban la Audiencia Nacional. Dicho acto, al que acudieron alrededor de dos mil personas, consistió en cuatro magníficas disertaciones de carácter ético y jurídico de Enrique Gimbernat, Joaquín Navarro Estevan, Federico Carlos Sáinz de Robles y nuestro Antonio García-Trevijano, el verdadero artífice y alma mater de este acontecimiento cívico. El auditorio de estas conferencias era tanto social como políticamente variopinto, y de él salieron entusiastas comentarios y aplausos tanto de un Jaime Campmany como de Julio Anguita, uno de los políticos más honrados que ha tenido España y gran admirador de Antonio. Todavía no toda la Prensa estaba corrompida ni todos los partidos políticos del arco parlamentario. Villarejo aún no decía nada.

Decía Cicerón en su “De officiis” ( Libro I ) que la justicia se funda en la confianza; es decir, en lo que para los romanos era la “fides”, esa especie de sacrosanta virtud “negativa”, en cuanto que revela sencillamente falta de desconfianza, de sospecha, y dulce abandono confiado en lo que “se sabe” incorruptible. Pues bien, hoy en España la Justicia ha perdido su fundamento, y ya nadie la toma en serio. Nadie cree en ella, salvo la infame turba de quienes la corrompen contumeliosamente una y otra vez. Pues es su confianza en la corrupción la que le mantiene su confianza en los jueces. Ahora bien, sólo la “fides” en la justicia puede sostener un régimen político, cualquier régimen político. Es por ello que podemos observar en el inicio de toda rebelión política y de todo cambio drástico de régimen político la quiebra de esa “fides” y la instauración de una nueva con distintas bases: la aniquilación de la “fides” con relación al Areópago en la antigua Atenas trajo la Democracia de Efialtes y Pericles; la acción legal de Bruto y Colatino trajo la República Romana; los atropellos que Carlos I de Inglaterra realizó y la abolición de los Tribunales de Justicia, entre los que se incluía el de la Cámara Estrellada, supusieron la caída del gobierno real en Inglaterra y la aparición de la dictadura del puritano Cromwell; la constante situación de ilegalidad que exhibía con arrogancia el empecinado delincuente Luis XVI trajo la Revolución Francesa y la Iª República; un Ministerio de Justicia que desobedecía con desprecio las órdenes de Kerenski aceleró la Revolución Rusa. El cobarde incumplimiento de la sentencia dictada por el Tribunal de Beuthen en relación con los hechos criminales de Potempa aniquiló la autoridad moral de la República de Weimar, y abrió las puertas al nazismo.

En el régimen juarcarlista la “fides” en que se fundamenta la Justicia produce hilaridad; pero no porque los jueces sean masivamente unos malvados, sino porque vivimos dentro de un sistema político en el que al juez se le obliga al martirio si osa escrutar los crímenes del poder político, mucho peores y letíferos que cualquier otro crimen –incluidos aquellos crímenes abominables de ETA; pues son los crímenes que quedan impunes del poder político los que desautorizan moralmente al Régimen a aplicar la Justicia, traduciendo la impunidad de los crímenes de Estado en pura y dura tiranía política, que el honor y la dignidad civiles nos mandan abatir. No confiar en la Justicia de un Estado es reconocer la naturaleza criminal de dicho Estado. Por eso mismo los crímenes de los GAL fueron infinitamente peores que los que perpetrase la asesina ETA, cuyas monstruosidades las hacía fuera del Estado. Por ello no hay mayor criminal que un Estado criminal.

Cuando el Antiguo Testamento nos dice, con un sentido mucho más secular y mundano de lo que han creído los que no han leído a San Agustín, que “iustus ex fide vivit” (Hab. 2, 4), el absolutamente desconocido Habacuc nos está afirmando que el justo vive en la confiada idea de que su justicia (la conciencia ontonómica de Raimon Pánikkar) coincide con la justicia general y dominante (conciencia filonómica), y tiene plena confianza en que lo que para él es lo bueno y lo malo es tratado como bueno y como malo por su comunidad. “¡Ay de quien edifica una villa en sangre y funda una ciudad en injusticia!” ( Hab. 2, 12 ). Pues en ese Estado, nos sigue diciendo Habacuc, no podrá haber justos ( al no poder fundarse su justicia en ninguna “fides” ).

Pero aquél acto público del 20 de febrero de 1997, en el Palacio de Congresos, no fue sólo un barrido de la basura inveterada y las corrompidas costumbres que entorpecen y hacen irrespirable la vida en algunas Audiencias –actividad sin duda absolutamente imprescindible, sino que en él se aportaron soluciones para que la Justicia pudiera empezar a funcionar absolutamente limpia y mundificada. Así, Antonio García-Trevijano, con oratoria clásica –la del tipo rodio, y cogiendo la misma sagrada antorcha que en otro tiempo cogiesen Zaleuco, Fedón, Solón, Pitágoras, Saluco o Chorondas, describió la arquitectura institucional necesaria para garantizar la absoluta independencia de la conciencia de cada juez, y con ella la dignidad del Poder Judicial frente a los otros dos poderes, sin tener que recurrir a la mítica apelación de la conciencia numantina y sentencionadora del juez, instrumento frágil y abstruso, nada transcendente, y que pertenece al juez.

Quienes defendimos aquella noche sin conocer en persona sólo por sus obras y talante público– al puñado de íntegros jueces y fiscales que fueron homenajeados en aquel acto, los defendimos luego con más contundencia al conocerlos mejor. Eran personas tímidas y sencillas, pero absolutamente inquebrantables. Y como no les pudo corromper el sistema, todos ellos acabaron fuera del sistema.

Existía una miríada de razones, ya en 1996, para sospechar que los múltiples martillazos infligidos por el Poder Ejecutivo a la Audiencia Nacional se debían a que ésta, la última trinchera de los Derechos del Hombre en este país, es la única institución pública que ha pedido muchas veces que dicho Poder asuma responsabilidades penales por los asesinatos y robos cometidos contra la Comunidad Nacional en el pasado ya lejano y reciente. Mas como ya nos previniera el actualísimo murciano Diego de Saavedra Fajardo en su Empresa XLIII: “No hay injusticia ni indignidad que no parezca honesta a los políticos, como sea en orden a dominar, juzgando que vive de merced el príncipe a quien sólo lo justo es lícito”.

[El Imparcial]