Éste es Madrid, mister Walker, y aunque a su paso por él haya oído usted
hablar de fascismo o de comunismo, no haga usted caso. Con el pueblo
italiano se habrá hecho una masa, con el alemán una pasta y con el ruso
un engrudo, pero, con el pueblo de Madrid, es muy probable que nunca se
pueda hacer nada ni malo ni bueno...
Julio Camba
Abc, 1935
Jimmy Walker, alcalde que fué de Nueva York hasta hace cosa de un par de años, no comprende el escándalo que suelen armar nuestros automovilistas cuando, en un cruce callejero, se encuentran detenidos por la luz roja.
—¿Qué adelantan—pregunta—poniéndose a tocar sus bocinas si, por mucho que aturdan al agente del tráfico, éste no puede reducirles el tiempo de espera?
Verdaderamente, y, a no ser que busquen una compensación a su propio fastidio, procurando fastidiar a los demás, no parece que adelanten gran cosa, pero conviene tener presente que esos automovilistas son españoles y que el español se resiste siempre, por instinto y con todas sus fuerzas, a que lo traten en masa. De ahí que, al tropezarse con la luz roja, cada automovilista frene y se detenga a fin de ahorrarse una multa, pero, una vez que ha cumplido así con las regulaciones de tráfico, se pone a tocar su bocina como si quisiera decirnos:
—¡Eh, señores! Que estoy aquí. En este momento no puedo avanzar ni retroceder y parece como si careciera de existencia real, pero estoy aquí. Esta masa de coches de la que circunstancialmente me encuentro formando parte, no absorbe, ni mucho menos, mi personalidad individual. ¡Eh, guardias, público, sociedad entera que me oyes! Yo, Don Fulano de Tal, propietario de un cuatro cilindros de segunda mano, estoy aquí en este cruce detenido como un cualquiera por las Ordenanzas municipales...
Naturalmente, lo que hace Don Fulano lo hace también don Zutano, Don Mengano y Don Perengano. Lo hacen los coches particulares y lo hacen los taxis. Lo hace todo el mundo, en fin, y aquello es una algarabía espantosa. Los grandes coches dejan oír unos bocinazos graves y petulantes como toses de ministro, pero los que más chillan suelen ser los pequeños, lanzando al aire unas notas agudas, que remedan el bucólico balido de los corderillos en el campo.
—Bée..., bée...
Mientras tanto, los peatones desfilan jactanciosamente ante la masa de coches, cuyos motores rugen de rabia ante aquella provocación. A veces parece que un coche, no pudiendo aguantarse más, se va a arrancar detrás de un transeúnte, dispuesto a cazarlo o a perecer en la demanda, pero en esto viene el cambio de luz. Los coches empiezan a avanzar distanciándose unos de otros y dejando de ser una masa amorfa. Cada cual tiene ahora otra vez su autonomía, y, como rueda libremente, debiera hacer sonar el claxon para advertir de su presencia a los transeúntes, pero ahora, cuando el claxon o la bocina podrían ser de utilidad general, ahora precisamente no hay coche alguno que los toque...
Los papeles se cambian. Al avanzar los coches son los peatones quienes quedan detenidos en ambas aceras de la calle y, claro está, los peatones no tienen bocinas, ni claxons, ni sirenas, ni ninguna suerte de instrumentos con que poner de manifiesto sus personalidades individuales dentro de la gran personalidad colectiva, pero esto no quiere decir, ni mucho menos, que acepten de buen grado su momentánea condición de hombres-masa. Nada de eso. Unos increpan a los guardias. Otros, silban. Otros arman bronca. Quizá alguno, con dotes artísticas especiales, se ponga a hacer el gallo o la codorniz, y, desde luego, todos procuran demostrar su ingenio y salir del anónimo.
Éste es Madrid, mister Walker, y aunque a su paso por él haya oído usted hablar de fascismo o de comunismo, no haga usted caso. Con el pueblo italiano se habrá hecho una masa, con el alemán una pasta y con el ruso un engrudo, pero, con el pueblo de Madrid, es muy probable que nunca se pueda hacer nada ni malo ni bueno...
HACIENDO DE REPÚBLICA
EDICIONES LUCA DE TENA, 2007