Ignacio Ruiz Quintano
Las democracias, según Steiner, no tienden a lo excelso. Shakespeare medía la excelencia de una época por el estilo de su poesía, pero está visto que tan aristocrático modo de medir daba más trabajo y menos dinero que las democráticas encuestas de los «grandes expertos» de la OCDE.
Ahora, por una de esas encuestas, conocemos que los adolescentes españoles están por debajo de la media en cuestiones de lectura y comprensión de escritura. Ochenta de cada cien alumnos acaban la ESO sin saber qué es el Renacimiento. De todos modos, ¿quién va a preguntárselo? En general, los sistemas educacionales consisten en preguntas sin respuestas y en respuestas sin preguntas, y ESO significa que nuestros quinceañeros salen de la escuela preparados para satisfacer preguntas como la de Mari Trini —«¿Quién a los quince años no dejó su cuerpo abrazar?»—, pero no curiosidades como la de Bertrand Russell: «¿Cuántos asesinatos y cuánta anarquía estamos dispuestos a soportar por amor a las grandes realizaciones como las del Renacimiento?»
La lechuza de Minerva, en efecto, vuela en el crepúsculo, y no es señalar a la ministra de Educación, hegeliana «avant la letre», con el Siglo de Oro que nos tenía prometido. Puede que los chavales no sepan distinguir entre los güelfos y los gibelinos, pero sus padres, y los representantes políticos, sociales y culturales de sus padres, tampoco.
Estas carencias no suponen un fracaso del sistema educacional, que fue el caso de los Estados Unidos, cuya Comisión Nacional sobre Excelencia en la Educación llegó hace veinticinco años a una conclusión estremecedora: «Si una potencia extranjera enemiga hubiera intentado imponer a los Estados Unidos el mediocre nivel educacional existente hoy en día, lo habríamos considerado un acto de guerra.» Hace veinticinco años, con el mismo sistema de instrucción primaria, la América mecanicista, necesitando semiletrados para acabar con el pensamiento individual, se llenó de analfabetos, mientras la España individualista, necesitando analfabetos para acabar con el pensamiento mecánico, se llenó de semiletrados.
El analfabeto, para entendemos, no es un inculto; en cambio, el semiletrado, o máquina de repetir lugares comunes e ideas de segunda mano, es un bárbaro. Una vez corregidas las desviaciones del sistema mediante «masters» profesionales en América y confrarreformas educacionales en España, América vuelve a producir semiletrados, y España, analfabetos, como indica la encuesta de la OCDE, donde compartimos fila, lo cual representa una conquista para todos menos para esos cuatro izquierdistas supersticiosos que no se apean del viejo prejuicio de homologar el analfabetismo a la estupidez. Después de todo, en la encuesta de la OCDE nuestros adolescentes aparecen no en la fila de los tontos, sino en la de quienes no saben leer ni escribir, y, como predicó Bergamín, bienaventurados los que no saben leer ni escribir porque serán llamados analfabetos.
Hace más de setenta años que Bergamín acertó a darse cuenta de la necesidad de volver a vitalizar la cultura, a vitaminizarla, volviéndola a su radical analfabetismo profundo: «Y más en España, cuya personalidad histórica está determinada, poéticamente, por este hondo sentido común del analfabetismo espiritual permanente.» Al mismo tiempo, desde América, Russell sostenía que cualquier hombre sometido a una educación literaria estaba condenado a encontrarse a los veintidós años con una preparación que no podría emplear de ninguna manera que le pareciera importante, y Camba proponía que, mientras no se descubriera un procedimiento para que fueran los analfabetos quienes escribieran, que el arte de leer se convirtiera en una profesión y que sólo pudieran ejercerla algunos hombres debidamente autorizados al efecto por el Estado.
Los poetas, dice Bergamín, añoran la ignorancia analfabeta que han perdido: la de Shakespeare para medir la excelencia de una época por su poesía. Si la decadencia del analfabetismo la inició el siglo XVIII, el siglo de las luces, «porque fue el siglo que puso las letras en candelero», la decadencia del alfabetismo la inicia, ay, este siglo XXI de Kofi Annan, Nobel y poeta, y su «puerta de fuego».
José Bergamín
Ochenta
de cada cien alumnos acaban la ESO sin saber qué es el Renacimiento. De
todos modos, ¿quién va a preguntárselo? En general, los sistemas
educacionales consisten en preguntas sin respuestas y en respuestas sin
preguntas, y ESO significa que nuestros quinceañeros salen de la escuela
preparados para satisfacer preguntas como la de Mari Trini —«¿Quién a
los quince años no dejó su cuerpo abrazar?»—, pero no curiosidades como
la de Bertrand Russell: «¿Cuántos asesinatos y cuánta anarquía estamos
dispuestos a soportar por amor a las grandes realizaciones como las del
Renacimiento?»