[Segunda edición ]
En el cante ha ocurrido lo que en el toreo.
El toreo sufre la decadencia de la suerte de matar,
y el cante, la decadencia del compás, medida de su calidad.
Por eso los buenos “cantaores” llevaban una cañita,
y los que no, como don Antonio Chacón, un bastón.
Ramón Montoya
En el cante ha ocurrido lo que en el toreo.
El toreo sufre la decadencia de la suerte de matar,
y el cante, la decadencia del compás, medida de su calidad.
Por eso los buenos “cantaores” llevaban una cañita,
y los que no, como don Antonio Chacón, un bastón.
Ramón Montoya
Crónica de José Ramón Márquez
Fotos de Andrew Moore
Al fraile y al cochino no hay que enseñarles más
que una vez el camino
Refranero Popular
que una vez el camino
Refranero Popular
José Ramón Márquez
La tarde fue de Chacón, de Antonio Chacón, que con su vestido berenjena y plata puso en la arena de Las Ventas la torería, el pundonor, el oficio, el orgullo de ser torero. Le tocó banderillear al tercero, Cuba, número 154, y el toro andaba por la Plaza como si estuviese por un centro comercial echando la tarde. Llevaba el animal cerca de diez minutos por la Plaza sin que nadie hubiese sido capaz de fijarle, de hacer que se interesase por las cosas de los capotes, por algo de la lidia. Se había ido suelto del primer encuentro con el jockey armado de vara y puya; en el segundo le habían mechado el lomo en el rato que medio empujó y cuando las trompetas y los tambores anunciaron el cambio de tercio allá que se fue Chacón a dejar un par cuarteando, pleno de torería, dando ventajas al toro, dejándole llegar y reuniendo en la cara, y cuando fue el momento de su segunda cita con el tal Cuba, viendo que el bicho se había ido hacia los terrenos del 4, que no había forma de sacarle y que ya llevaba encima, arriba o abajo, cerca de los doscientos capotazos, ahí que se fue Chacón a proponer al toro un par al sesgo, ejecutado con torería, en el que el toro apretó lo que quiso o lo que pudo después de sentir los arpones en su interior y que obligó a Chacón a salir por el terreno de adentro, cabe las tablas, en dirección al burladero, perseguido por el toro, que no atendía a los capotes, mientras la Plaza en pie tributaba al paisano de Curro Romero y de Paco Camino una monumental ovación de reconocimiento, la más neta de toda la tarde. Y luego, en el sexto, ahí quedó otra lección menos espectacular pero igualmente sabia de brega eficaz, de la que sirve para mejorar a los toros, de la que sirve para que el matador se fije, si es que acaso le interesa conocer las intenciones del toro. Bravo por Chacón en otra tarde más de esa deleznable ganadería llamada El Puerto de San Lorenzo, complementada hoy por un primillo de La Ventana del Puerto: la hez lisarnasia de nuevo arrastrándose por Las Ventas, dando la murga que es lo que mejor saben hacer. Al pobre de San Lorenzo unos desalmados romanos le asaron en una parrilla y ahí vemos, acaso, una salida para estos ganados lisarnasios, en la parrilla de Jiménez de Jamuz o en la de Julián de Tolosa, sirviendo al menos como algo de provecho.
El que quiera ya puede dejar de leer, porque lo que viene después ya no tiene nada que ver con lo anterior, que es la reseña del resto del festejo, por llamarle algo.
Con un apoderado y un vestido espantoso de color faja de madre y oro con cabos negros se vino a Madrid Daniel Luque, cuyo generoso padre tuvo el desprendimiento de convidarme en cierta ocasión a un suculento café cortado. Con dos apoderados y vestido de espuma de mar y oro se vino el arlesiano Juan Leal y con tres apoderados y soberbiamente vestido de teja y oro el sevillano Juan Ortega, que se ve que el muchacho necesita de mucho apoyo.
El primero de la tarde, del malhadado Puerto, Langostillo, número 89, gordo, bajo, corto, con más ata que lisar, no tuvo ni fuerzas para acabar de saltar la barrera por el 10. Luego recibió dos auténticas birrias de varas de Juan de Dios, y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Ante este animal Luque, al que tantísimas veces hemos visto ya a lo largo de los años de afición, hizo las luqueces que se esperaban de él: unos medio lances de capa que algunos ilusos cantaron como buenos, porque les han convencido de que es un gran capotero, y un trasteo basado en la ventaja, la descolocación y el acompañamiento. El mismo de siempre. Y eso que últimamente los medios de propaganda taurina nos lo vendían como oro molido por no sé qué faenas en la France. Le jalearon, ¿cómo no?, los muletazos en que el toro se mantuvo en movimiento, porque a buena parte del público contemporáneo lo que más le pone es lo de la ligazón, y cuando el toro se fue aburriendo de las trazas de Luque y no se produjo el movimiento constante dejaron de echarle cuentas. Media estocada baja fue suficiente para enviar al del Puerto al despiece.
Su segundo era Renacuajillo, número 147, de la Ventana del Puerto, que es una ventana que mira hacia Aldeanueva. El producto que nos ofrecieron a través de la Ventana era feo, estrecho y basto, con poco amor a la pelea contra los petos, acaso empujando con el pitón izquierdo en el primer encuentro y largándose suelto del segundo para proclamar la verdad de su mansedumbre, que se sustanciará durante el tiempo de la muleta con la simple evidencia de su querencia a irse hacia chiqueros. Antes, Juan Leal había dejado un quite en los medios, impávido, y la cuadrilla un sainete banderillero en el que a Juan Contreras le tocó clavar los nones y a Jesús Arruga los pares. Luego, Luque volvió a luquear con idénticos argumentos a los explicados más arriba y con idéntico resultado: palmitas y ¡bieeen!, cuando el toro se mueve, tedio y desinterés cuando el toro no repite. Como colofón a su obra una estocada con mucha muerte algo tendida y trasera.
Juan Leal trajo a Las Ventas su falta de concepto, su ausencia de tauromaquia y su innegable valor. Su primero, Lirón, número 155, se frena y echa las manos por delante en el capote, yéndose suelto sin atender al cite en cuanto cata aquello. Empuja sobre el pitón derecho al penco comandado por Vicente González y en la segunda cita simplemente se deja pegar. Atropella a Marc Leal en banderillas, en un torero par en el que el peón aguanta y se recrea en la suerte y luego Juan Leal se va a los medios, se pone de rodillas y cita en la distancia a Lirón para darle un pase cambiado y ligar tres o cuatro más que cosechan sinceros aplausos al valor. Luego, una vez de pie la cosa se va al manido mundo del descoloque y la ventaja y como este torero no tiene valedores en Las Ventas, le censuran lo mismo que aplauden a otros, mismamente al novillero de ayer. Sin bula venteña y con esas trazas, toreando tan despegadito y con el pico, y soltando al toro de cualquier manera, aquello no cobra vuelo, y luego viene el quinario de la espada, que se perfila lejísimos y cuando llega a la altura del toro da un saltito para cobrar… un pinchazo. Así cuatro veces, y luego siete descabellos, y el reloj corriendo hacia el tercer aviso, que por suerte para él no llegó a sonar.
Su segundo era Garavito, número 42, otro lisarnasio zancudo, feo y basto que recibe poco castigo en la primera vara y se va suelto en la segunda en busca de más tranquilidad. Bien con el caballo Daniel López, buen jinete que hizo su tarea sin tapar la salida nunca al toro y agarrando bien los puyazos, que el que falló en este caso fue el toro, no el piquero. Tras un pinturero quite de Juan Ortega, el toro presenta su buena cara en las dos primeras series, en las que parece que será algo en la muleta, pero en seguida asoma su auténtica cara a base de derrotes y de huida y Leal se va, simplemente, hundiendo con él. Cuando hizo el deplorable invertido las gentes se lo afearon, a ver si ya lo hacen así con todos. Una estocada muy trasera y contraria fue suficiente para enviar el alma de Garavito a los infiernos.
Y Juan Ortega, que es como si te comes los trocitos de pistacho que hay encima de la nata y tiras el resto del pastel. Su cosa se basa en su innegable apostura, en su forma de estar en la Plaza, en su manera de andar, en su empaque… hasta que llega el toro y todo lo descompone. Ni con su primero, Cuba, número 154, ni con su segundo, Billetito, número 56, consiguió otra cosa que poner la miel, exquisita miel de romero, en los labios de la necesitada afición: retazos, mohines, expectativas y cierta torpeza es el resumen de su actuación, que sirve para constatar netamente que Ortega necesita, mucho más que tres apoderados, un toro absolutamente idiota, una máquina de embestir con poca cornamenta, un peluche trotón y bondadoso, y con ese material artístico es muy posible que pueda dar momentos de éxtasis estético, pero llegar a ese toro hay que ganárselo, y no parece que Juan Ortega esté dispuesto a pagar el peaje previo que hay que abonar para arribar a ese puerto. Por si a alguien le quedase curiosidad respecto de los toros, el tercero, un toro escurrido, metió la cabeza en el primer encuentro y no se fue suelto, y en el segundo cumplió. El sexto recibió una ración de carioca en la primera vara y en la segunda se dejó pegar.
El que quiera ya puede dejar de leer, porque lo que viene después ya no tiene nada que ver con lo anterior, que es la reseña del resto del festejo, por llamarle algo.
Con un apoderado y un vestido espantoso de color faja de madre y oro con cabos negros se vino a Madrid Daniel Luque, cuyo generoso padre tuvo el desprendimiento de convidarme en cierta ocasión a un suculento café cortado. Con dos apoderados y vestido de espuma de mar y oro se vino el arlesiano Juan Leal y con tres apoderados y soberbiamente vestido de teja y oro el sevillano Juan Ortega, que se ve que el muchacho necesita de mucho apoyo.
El primero de la tarde, del malhadado Puerto, Langostillo, número 89, gordo, bajo, corto, con más ata que lisar, no tuvo ni fuerzas para acabar de saltar la barrera por el 10. Luego recibió dos auténticas birrias de varas de Juan de Dios, y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Ante este animal Luque, al que tantísimas veces hemos visto ya a lo largo de los años de afición, hizo las luqueces que se esperaban de él: unos medio lances de capa que algunos ilusos cantaron como buenos, porque les han convencido de que es un gran capotero, y un trasteo basado en la ventaja, la descolocación y el acompañamiento. El mismo de siempre. Y eso que últimamente los medios de propaganda taurina nos lo vendían como oro molido por no sé qué faenas en la France. Le jalearon, ¿cómo no?, los muletazos en que el toro se mantuvo en movimiento, porque a buena parte del público contemporáneo lo que más le pone es lo de la ligazón, y cuando el toro se fue aburriendo de las trazas de Luque y no se produjo el movimiento constante dejaron de echarle cuentas. Media estocada baja fue suficiente para enviar al del Puerto al despiece.
Su segundo era Renacuajillo, número 147, de la Ventana del Puerto, que es una ventana que mira hacia Aldeanueva. El producto que nos ofrecieron a través de la Ventana era feo, estrecho y basto, con poco amor a la pelea contra los petos, acaso empujando con el pitón izquierdo en el primer encuentro y largándose suelto del segundo para proclamar la verdad de su mansedumbre, que se sustanciará durante el tiempo de la muleta con la simple evidencia de su querencia a irse hacia chiqueros. Antes, Juan Leal había dejado un quite en los medios, impávido, y la cuadrilla un sainete banderillero en el que a Juan Contreras le tocó clavar los nones y a Jesús Arruga los pares. Luego, Luque volvió a luquear con idénticos argumentos a los explicados más arriba y con idéntico resultado: palmitas y ¡bieeen!, cuando el toro se mueve, tedio y desinterés cuando el toro no repite. Como colofón a su obra una estocada con mucha muerte algo tendida y trasera.
Juan Leal trajo a Las Ventas su falta de concepto, su ausencia de tauromaquia y su innegable valor. Su primero, Lirón, número 155, se frena y echa las manos por delante en el capote, yéndose suelto sin atender al cite en cuanto cata aquello. Empuja sobre el pitón derecho al penco comandado por Vicente González y en la segunda cita simplemente se deja pegar. Atropella a Marc Leal en banderillas, en un torero par en el que el peón aguanta y se recrea en la suerte y luego Juan Leal se va a los medios, se pone de rodillas y cita en la distancia a Lirón para darle un pase cambiado y ligar tres o cuatro más que cosechan sinceros aplausos al valor. Luego, una vez de pie la cosa se va al manido mundo del descoloque y la ventaja y como este torero no tiene valedores en Las Ventas, le censuran lo mismo que aplauden a otros, mismamente al novillero de ayer. Sin bula venteña y con esas trazas, toreando tan despegadito y con el pico, y soltando al toro de cualquier manera, aquello no cobra vuelo, y luego viene el quinario de la espada, que se perfila lejísimos y cuando llega a la altura del toro da un saltito para cobrar… un pinchazo. Así cuatro veces, y luego siete descabellos, y el reloj corriendo hacia el tercer aviso, que por suerte para él no llegó a sonar.
Su segundo era Garavito, número 42, otro lisarnasio zancudo, feo y basto que recibe poco castigo en la primera vara y se va suelto en la segunda en busca de más tranquilidad. Bien con el caballo Daniel López, buen jinete que hizo su tarea sin tapar la salida nunca al toro y agarrando bien los puyazos, que el que falló en este caso fue el toro, no el piquero. Tras un pinturero quite de Juan Ortega, el toro presenta su buena cara en las dos primeras series, en las que parece que será algo en la muleta, pero en seguida asoma su auténtica cara a base de derrotes y de huida y Leal se va, simplemente, hundiendo con él. Cuando hizo el deplorable invertido las gentes se lo afearon, a ver si ya lo hacen así con todos. Una estocada muy trasera y contraria fue suficiente para enviar el alma de Garavito a los infiernos.
Y Juan Ortega, que es como si te comes los trocitos de pistacho que hay encima de la nata y tiras el resto del pastel. Su cosa se basa en su innegable apostura, en su forma de estar en la Plaza, en su manera de andar, en su empaque… hasta que llega el toro y todo lo descompone. Ni con su primero, Cuba, número 154, ni con su segundo, Billetito, número 56, consiguió otra cosa que poner la miel, exquisita miel de romero, en los labios de la necesitada afición: retazos, mohines, expectativas y cierta torpeza es el resumen de su actuación, que sirve para constatar netamente que Ortega necesita, mucho más que tres apoderados, un toro absolutamente idiota, una máquina de embestir con poca cornamenta, un peluche trotón y bondadoso, y con ese material artístico es muy posible que pueda dar momentos de éxtasis estético, pero llegar a ese toro hay que ganárselo, y no parece que Juan Ortega esté dispuesto a pagar el peaje previo que hay que abonar para arribar a ese puerto. Por si a alguien le quedase curiosidad respecto de los toros, el tercero, un toro escurrido, metió la cabeza en el primer encuentro y no se fue suelto, y en el segundo cumplió. El sexto recibió una ración de carioca en la primera vara y en la segunda se dejó pegar.
Lirón atropella a Marc Leal en banderillas,
en un torero par en el que el peón aguanta