ABC, 10 de Mayo de 2000
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
En una sociedad capaz de observar cierto culto del coraje, hay dos cosas que nadie puede hacer jamás: una es amenazar; la otra, dejarse amenazar. Pero el caso es que en España todos estamos
amenazados de muerte. «¿De qué otra forma se puede amenazar que no sea de muerte?», se preguntaba Borges, antes de proponer una «boutade» euclidiana al hilo de la perplejidad: «Lo interesante —decía—, lo original, sería que alguien lo amenazase a uno con la inmortalidad.»
Nada original hay, desde luego, en el hecho repetitivo de la muerte, cuyos comentarios, generalmente de índole más sentimental que racional, pueden escribirse de antemano. Estamos, pues, donde estábamos hace lo menos treinta años, lo cual también revela la incompetencia de varias generaciones de políticos empeñados en discutir si los lobos son galgos o podencos, mientras los combaten con ideas que no se pueden realizar o con acciones que no se pueden idealizar.
Ahora, al cabo de tres décadas de muertos bien muertos, cuando las mentiras anestésicas parecían agotarse, la sensiblería progresista cree resurgir con un hallazgo ideológico que en forma de consigna se reduce a llamar fascistas a unos pistoleros montaraces que matan por encarnar lo que en buena literatura marxista se conoce como «idiotismo de la vida rural». Bueno, ¿cómo no admirarse de una sensiblería que no renuncia al afán de búsqueda de axiomas euclidianos en el campo de la política para clasificar el crimen?
Tratar de acomplejar a un pistolero con el mote de fascista puede resultar tan entrañable como el nerudiano «Sin embargo sería delicioso asustar a un notario con un lirio cortado...», pero sólo literariamente. Racionalmente, el hallazgo supone, de entrada, una perversión intelectual: el fas-cismo consiste esencialmente en el sometimiento del legislativo al ejecutivo, consideración, por cierto, que no va a hacer que le tiemble el pulso a ninguna comadreja del hampa. Emocionalmente, en cambio, el hallazgo a lo mejor es eficaz: después de todo, siempre habrá gente que, si lee que los cabestros que conducen a tiro limpio una manada nacionalista son fascistas, además de quitarse un peso de encima, piense: «Hombre, ahora lo entiendo todo.» Es la solución progresista. La otra solución, la reaccionaria, ya fue aplicada en su día, con los resultados conocidos.
Bajo gobiernos que, curiosamente, se las echaban de progresistas, el Estado no podía matar, porque había rechazado la pena de muerte, y como el Estado no podía matar, se decidió hacer el trabajo a espaldas suyas. Era, otra vez, esa nefasta mentalidad que, descrita por Julio Camba con motivo de otros sucesos semejantes, hace que algunos políticos reduzcan cualquier movimiento contra el Estado a los términos de una querella particular contra ellos, que lo afrontan con el aire fanfarrón con que pudieran afrontar una cuestión personal. «El Estado son ellos, igual que lo era Luis XIV, pero no porque ellos tengan de su función de ministros una idea semejante a la que tenía Luis XIV de su función de monarca, sino, sencillamente, porque no tienen acerca del Estado ni la menor idea.»
La modesta idea que uno tiene del Estado es la de la imposición por la fuerza de un orden social del que siempre podremos discutir si representa mejor las voluntades de los fuertes que las esperanzas de los débiles. Garantizar esta discusión, se nos dice, es la primera obligación de un Estado democrático, que pasa sólo por una condición: proteger la vida de los que discuten, que son los ciudadanos. Pero hoy, aquí, todos los ciudadanos están amenazados de muerte, y esta amenaza convierte cualquier gesto de coraje en un acto de heroicidad o de martirio. Como método de defensa, manifestarse en silencio tampoco nos hace abrigar muchas esperanzas. Para empezar, su éxito depende de la repugnancia moral del adversario. A Gandhi le funcionó contra las autoridades británicas, que no estaban preparadas para matar a personas que no hacían nada para defenderse, pero hay que pensar que el resultado hubiese sido distinto ante la amenaza nazi o soviética. O ante la amenaza vasca, cuya inspiración, nazi o soviética, todavía, ya ven, preocupa a tantos.
amenazados de muerte. «¿De qué otra forma se puede amenazar que no sea de muerte?», se preguntaba Borges, antes de proponer una «boutade» euclidiana al hilo de la perplejidad: «Lo interesante —decía—, lo original, sería que alguien lo amenazase a uno con la inmortalidad.»
Nada original hay, desde luego, en el hecho repetitivo de la muerte, cuyos comentarios, generalmente de índole más sentimental que racional, pueden escribirse de antemano. Estamos, pues, donde estábamos hace lo menos treinta años, lo cual también revela la incompetencia de varias generaciones de políticos empeñados en discutir si los lobos son galgos o podencos, mientras los combaten con ideas que no se pueden realizar o con acciones que no se pueden idealizar.
Ahora, al cabo de tres décadas de muertos bien muertos, cuando las mentiras anestésicas parecían agotarse, la sensiblería progresista cree resurgir con un hallazgo ideológico que en forma de consigna se reduce a llamar fascistas a unos pistoleros montaraces que matan por encarnar lo que en buena literatura marxista se conoce como «idiotismo de la vida rural». Bueno, ¿cómo no admirarse de una sensiblería que no renuncia al afán de búsqueda de axiomas euclidianos en el campo de la política para clasificar el crimen?
Tratar de acomplejar a un pistolero con el mote de fascista puede resultar tan entrañable como el nerudiano «Sin embargo sería delicioso asustar a un notario con un lirio cortado...», pero sólo literariamente. Racionalmente, el hallazgo supone, de entrada, una perversión intelectual: el fas-cismo consiste esencialmente en el sometimiento del legislativo al ejecutivo, consideración, por cierto, que no va a hacer que le tiemble el pulso a ninguna comadreja del hampa. Emocionalmente, en cambio, el hallazgo a lo mejor es eficaz: después de todo, siempre habrá gente que, si lee que los cabestros que conducen a tiro limpio una manada nacionalista son fascistas, además de quitarse un peso de encima, piense: «Hombre, ahora lo entiendo todo.» Es la solución progresista. La otra solución, la reaccionaria, ya fue aplicada en su día, con los resultados conocidos.
Bajo gobiernos que, curiosamente, se las echaban de progresistas, el Estado no podía matar, porque había rechazado la pena de muerte, y como el Estado no podía matar, se decidió hacer el trabajo a espaldas suyas. Era, otra vez, esa nefasta mentalidad que, descrita por Julio Camba con motivo de otros sucesos semejantes, hace que algunos políticos reduzcan cualquier movimiento contra el Estado a los términos de una querella particular contra ellos, que lo afrontan con el aire fanfarrón con que pudieran afrontar una cuestión personal. «El Estado son ellos, igual que lo era Luis XIV, pero no porque ellos tengan de su función de ministros una idea semejante a la que tenía Luis XIV de su función de monarca, sino, sencillamente, porque no tienen acerca del Estado ni la menor idea.»
La modesta idea que uno tiene del Estado es la de la imposición por la fuerza de un orden social del que siempre podremos discutir si representa mejor las voluntades de los fuertes que las esperanzas de los débiles. Garantizar esta discusión, se nos dice, es la primera obligación de un Estado democrático, que pasa sólo por una condición: proteger la vida de los que discuten, que son los ciudadanos. Pero hoy, aquí, todos los ciudadanos están amenazados de muerte, y esta amenaza convierte cualquier gesto de coraje en un acto de heroicidad o de martirio. Como método de defensa, manifestarse en silencio tampoco nos hace abrigar muchas esperanzas. Para empezar, su éxito depende de la repugnancia moral del adversario. A Gandhi le funcionó contra las autoridades británicas, que no estaban preparadas para matar a personas que no hacían nada para defenderse, pero hay que pensar que el resultado hubiese sido distinto ante la amenaza nazi o soviética. O ante la amenaza vasca, cuya inspiración, nazi o soviética, todavía, ya ven, preocupa a tantos.
Gandhi
«¿De qué otra forma se puede amenazar que no sea de muerte?», se
preguntaba Borges, antes de proponer una «boutade» euclidiana al hilo de
la perplejidad: «Lo interesante —decía—, lo original, sería que alguien
lo amenazase a uno con la inmortalidad.»