Ignacio Ruiz Quintano
Abc
En la cultura de los “disvalores”, si los muertos valen poco es porque, después de todo, somos muchos. Por eso el periodismo, tan mal actor de sus emociones, se empeña en echarle emoción a la muerte.
Qué empalago de emociones, París, la ciudad donde vivió Juana Duval y donde por primera vez el Baudelaire de Ruano cayó en su cuerpo de molusco roto.
Una emoción amorosa (¿qué progre no ha echado un polvo en París?), una emoción patriótica (¿qué pipero no ha cantado la Marsellesa en el fútbol?) y una emoción religiosa, pero de la religión nueva, donde el espectáculo hace de liturgia, y el sentimentalismo, de teología.
Los españoles vuelven a ir a París como Pepe Sacristán en la película de Roberto Bodegas. Rivera, heraldo de las leyes de excepción (“l’exception culturelle!”), tuiteó el otro día una foto suya en París, con labios de decir “Pojguayal”. ¡Ay, si Camille Desmoulins hubiera dispuesto de Twitter cuando llamó al pueblo a la toma de la Bastilla!
–Este milagro de la técnica hará un día del mundo una sola patria –dijo David Sarnoff, de la RCA, en el primer discurso por TV en la Exposición de Nueva York.
Pero el NYT, al hablar de París, piensa aún en la “baguette”, esa fijación del progre con la “baguette” (Vicent llegó a justificar el felipismo sólo por la “baguette”), aunque también la tuvo Sainz Rodríguez.
Mientras la izquierda discute si los crímenes de París obedecen al materialismo histórico de Monedero o al materialismo dialéctico de Errejón, Hollande, presidente de un República que es una monarquía de paisano, reacciona como la Reina de Corazones y habla de cambiar la Constitución para colocarles a los franceses una Ley Corcuera de manos libres para su valido Valls. ¿Ocho matones cambiando con un “kalashnikov” la Constitución de Francia? Hombre, eso no. ¡Que es la única de Europa que está inspirada en la “pata negra” americana!
La fuerza de Francia será siempre Montesquieu, no Valls, aunque Marine Le Pen apriete.