domingo, 8 de noviembre de 2015

Cadáveres con arroz

Hughes
Abc

Los caprichos de la suerte es una novela inédita, es decir, tres cuartos de novela. Esto no importa mucho porque en las páginas, de más o menos hilatura, está todo Baroja.

 Su visión de la guerra por boca del personaje Goyena, en primer lugar. La revolución que «no se sabía lo que atacaba ni lo que patrocinaba», dice, de la que se relatan una buena serie de horrores. Es vista como una caterva de arribistas y ladrones, cuando no de revanchistas. En el campo es una forma de ventilar las más enquistadas inquinas españolas. «Sólo una dictadura inteligente, sin presión espiritual de ninguna clase» sería solución para la República.

La novela llega a las puertas de la Segunda Guerra Mundial, y la Europa posterior al 14 se juzga con severidad. Sus efectos se dejan ver: Alemania es una nación monstruosa, Francia ha decaído, el nacionalismo penetra en cada país y lo latino no importa nada. Baroja alcanza ahí un punto visionario: tras la agitación, España (y Europa) será una «Beocia, un rebaño estúpido y pacífico». 

Llegará una «época mediocre y apacible» donde la gente estará contenta.
Goyena es un liberal que le da la razón a los reaccionarios en su entendimiento negativo del ser humano, un liberal triste, en realidad, malthusiano y propenso al individualismo nietzscheano frente a la tiranía de cualquier Estado, religión u opinión pública.

El liberalismo pesimista de Baroja se revuelve contra lo anterior, pero no entra en el fascismo, el comunismo ni en el socialismo, en los grandes movimientos políticos del siglo XX. Observa materialismo en los dos bandos contendientes de la guerra nuestra, y ni la modernidad, con su eliminación del encantamiento y el misterio de la vida, ni el democratismo primario parecen seducirle. Es un liberal sombrío parado en un andén de la Historia, con una maleta y una boina, sin trenes a la vista.

Y su pesimismo con España es casi sensorial. Cuando narra la escapada de Madrid, un periplo casi cervantino hacia el Mediterráneo, las descripciones del campo son reveladoras. La tierra es árida, los ríos son secos. La estampa de Madrid en la lejanía es dura. Todo es desértico, murallas que se caen, derruidos paredones, cuevas habitadas y hasta la fauna (lúgubres búhos, bueyes, saurios) acaba llevando a un mundo previo a la Historia. Cuando relate los episodios revolucionarios hablará de un retorno español a la Edad de Piedra.

Es una España casi prehistórica la que ve Baroja, una naturaleza amenazante, donde los crepúsculos son siniestros, En las imagenes de estas páginas, el original de la novela, con correcciones del propio Baroja terroríficos, y sólo la noche mitiga el paisaje. Sólo la noche permite dulzura, «teatralidad y romanticismo».

Paisaje e Historia se dan la mano en la Guerra Civil y el desorden revolucionario se observa como una excusa para que en el campo desvele el odio y la cólera del peor atavismo español.

Goyena, que en Madrid y su País Vasco natal se camufla con el seudónimo, que huye de las peligrosas confusiones urbanas de Madrid y Valencia, encuentra un medio rural arrasado, terrible, casi bíblico. En sus andanzas con el cómico que le acompaña, la desolación se rompe sólo con el aire solanesco en las coplillas («Cadáveres con arroz » ) . El ingenio humano y la modernidad aparecen únicamente en el motor del camión de un miliciano, que para colmo «trabaja como si fuera miembro de la CNT».

Así que huye a París. Y aquí la novela entra en el detalle delicioso de tipos humanos del París previo a la guerra. Españoles en París como Azorín, o antes Bonafoux, que es mencionado.

Ahí se funde la coyuntura histórica con el Baroja íntimo, con el asunto barojiano de la lucha con el medio y la aventura.

París es aún el gran intercambiador de Europa y allí los desterrados, los exiliados sin ideología, «los turistas de categoría ínfima» descubrirán si son hombres con suerte o no, la única verdad importante.
Es el otro gran asunto de la novela, que aparece y desaparece: el azar. Pero azar es entorno, y eso liga con el tema de la aventura. Goyena teoriza sobre ella: «Aventura es dominar el medio». Pero la aventura tampoco es posible, y aquí aparece el disgusto barojiano con lo contemporáneo: el individuo dominado por lo social, la falta de misterio de la vida.

En ese París que tiene algo de baile de máscaras, donde coinciden los seres con seudónimo, las identidades trastocadas y donde los españoles asoman su tipo « medio quijotesco, medio tartarinesco » de individuos ruidosos por sistema, la historia sentimental de Goyena y Gloria alcanza el punto culminante. El amor es también, antes que nada, una invitación del azar.

La aventura es la voluntad barojiana, pero España y la Europa de mitad de siglo imponen un escenario para la mayor de las melancolías: « Mediocridad, mediocridad, mediocridad». España no, pero el azar tampoco.

Habría que pararse en la mujer. Las españolas en París, Gloria y Julia, discuten su suerte de un modo más fuerte. El aventurerismo en la mujer es distinto, pero existe y quizás sea más profundo. Romper con su entorno les resulta aún más difícil, y pasa por una rebelión más íntima, a veces contra el hombre.

La veleidad frivolona de la mujer no la entiende del todo Goyena, y su perplejidad sentimental es similar a la de La sensualidad pervertida. «A mí no me gusta la gente seria», replicará Gloria.

En esta casi novela, a una sentada de serlo por completo, está Baroja en sí. Esa tristeza de señor filosofante y seco en perpetuo disgusto al que España se le aparece como una incomodidad ambiental, y un destino inevitable (unidad de destino en lo individual aciago). Como una ventura sin mucho remedio.